La petite mort
Mariana se despertó cerca de las nueve de la mañana. Se limpió las lagañas, bostezó y acomodó el cabello. Se sentó en el borde de la cama y prendió un cigarro. La mañana amenazaba un clima caluroso, lleno de sol, moscas y somnolencia.
Se dirigió al baño y se enjuagó la cara. Tomo un vaso lleno de agua y sacio la sed que le había dejado la noche anterior. “Es una lástima”, pensó para sí, mientras veía el reflejo de su rostro cansado frente al pequeño espejo. El recuerdo de las últimas horas le hizo recargarse en el lavabo, viendo a la nada, ensimismada en sus pensamientos.
Había llegado al bar cerca de las diez de la noche. Se sentó en la barra y pidió un whisky con hielo y agua mineral. Estaba sola. Esperando. Llevaba un pantalón negro, ceñido, justo por debajo del ombligo. Una blusa de tirantes roja y una chamarra de piel complementaban el atuendo. Iba por la quinta copa cuando un tipo se acercó a ella. Ya estaba acostumbrada. Tenía un buen cuerpo y lo sabía. Un trasero firme, no muy grande, senos delineados y cintura estrecha. No se consideraba muy bella, tenía unas cuantas arrugas y lunares, pero tampoco era fea. Su cabello castaño rizado le daba un toque coqueto que en muchas ocasiones le había pagado la cuenta del bar.
—Hola. ¿Te puedo acompañar? No sé si esperes a alguien, pero una chava tan linda no puede estar tanto tiempo sola —le dijo el extraño, iniciando la plática de una manera banal.
Esa frase siempre se le hacía gastada y aburrida. Deseaba que las conversaciones no iniciaran tan predecibles. Las mismas líneas, los mismos cumplidos, las mismas presunciones, los mismos estúpidos intentos por impresionarla y llevarla a la cama. No sabían que sí se iría con ellos, sin tantos rodeos. Cuando iniciaban la conversación así, ella ya sabía cómo terminaría la velada. Si tal vez, solo tal vez alguien le hubiera dicho cualquier otra cosa, no pasaría lo que siempre pasaba, pero como no había sido así, ella seguía despertando cada fin de semana en una cama diferente, con resaca y corriendo antes de que la vieran irse.
—Me llamo Alejandro, por cierto.
—Mariana.
—Mucho gusto Mariana, ¿te puedo invitar un trago? —insistió.
—Claro, por que no —le dijo ella, indiferente, sin voltear a verlo.
Pasaron un rato en donde le escucho hablar de su trabajo y gustos. Asentía mecánicamente y respondía con frases cortas. No le interesaba en absoluto lo que decía, por lo que apuraba sus tragos rápido y sin voltear a verlo directamente. Después de la ¿novena? ¿décima? copa, su paciencia se había terminado y lo interrumpió bruscamente.
—Bueno, para qué nos hacemos pendejos. Tú me quieres coger y yo también. De que sirve si nos conocemos, mañana a esta hora ya nos habremos olvidado. Mejor paga la cuenta y vámonos a tu casa —le dijo, mirándolo directamente a los ojos por primera vez.
—¿Estás segura? —le preguntó un poco sorprendido.
—Si, digo, así nos ahorramos todo el circo y vamos a lo seguro —le respondió.
Los ojos de Alejandro mostraron rápidamente un signo de aprobación. Sin más, pidió la cuenta y después de pagar, la tomo de la cintura y salió con ella, con un cierto aire de victoria. Subieron al auto y enfilaron hacia la noche. Después de parar en una farmacia, donde se bajó a comprar condones, llegaron a un pequeño departamento.
Al entrar a la casa, él no esperaba que las cosas se dieran tan rápido. Ella fue directo a su pene, lo empezó a sobar por encima del pantalón y cuando la erección se hizo más que evidente, se hincó y le bajo el cierre. Tomo el miembro con las dos manos, mientras seguía frotándolo, de arriba abajo, con la boca abierta y la punta de su lengua apenas rozando el glande. No paso mucho tiempo hasta que ella se metió todo el pene en la boca, succionando, chupando, acariciando el escroto con las uñas. Se quitó la blusa y el sujetador y lo froto con sus senos, apretándolos con las manos y llevándolo peligrosamente al éxtasis.
Él la levantó, preocupado por venirse tan rápido después de esa mamada espectacular y la llevo al sillón. Le quito el pantalón y descubrió que no llevaba bragas. El pubis, delineado por una fina línea de vello, palpitaba, brillaba, goteaba. Quiso penetrarla ahí mismo, pero ella le tomo del cabello y, jalándolo, le llevo el rostro a su vagina. Comenzó a beber de ese manantial que escurría, mamando los labios y el clítoris, en círculos, con dos dedos dentro que entraban y salían, besándole las ingles, volviendo de nuevo a la vulva. Cada cierto tiempo, ella se estremecía, arqueaba las piernas y apretaba los dedos de los pies mientras se acariciaba los senos y jugaba con sus pezones, morenos, duros y pequeños.
Pasaron unos minutos y le quito la cabeza de entre las piernas. Quería sentirlo dentro de ella, así que tomo un condón y, haciendo gala de su destreza, se lo puso con la boca. Se volteó, poniéndose en cuatro. Abrió las nalgas para que, sin decir nada, él hiciera el resto. Sintió el grueso abriendo paso, golpeando los testículos contra su sexo, a cada embestida un gemido, a cada gemido una nalgada. Sentía venirse una, dos, tres veces seguidas. Le dijo que le jalara el cabello y él, obediente, una mano en la cintura, la otra firme en su pelo, hicieron que las metidas se hicieran más intensas. Lo hicieron de esa manera durante un buen rato, para después cambiar, ahora ella encima, llevando la batuta y el ritmo, hasta que la contracción en el estómago de él y sus ojos entrecerrados, le anunciaron que se había corrido.
Pasaron a la habitación y descansaron un poco antes de volver a hacerlo. Esta vez duraron más tiempo, probando diferentes posturas e intercambiado los roles, a veces ella dirigía, otras veces él. Alejandro había terminado por tercera vez y, después de elogiarla y decirle que había sido el mejor polvo de su vida, se quedó profundamente dormido.
Mariana esperó pacientemente unos cuantos minutos, hasta asegurarse de que no despertaría. Se levantó sin hacer ruido y fue a la sala. Busco su bolsa, sacó una cuerda de nylon y dos cinchos y regreso a la habitación. Alejandro estaba tendido boca arriba, en la misma posición en la que lo había dejado. Con cuidado, le amarro las manos y pies. Trato de no apretar tan fuerte, para no despertarlo, pero tampoco tan flojo, como para que se pudiera zafar. Con un poco de dificultad lo giro sobre si mismo, para que quedara boca abajo y así poder hacer la siguiente parte más fácil. Una vez que lo tenía como quería, paso la cuerda por su cuello. Le dio dos vueltas y tras un fuerte tirón, la anudo. Ahora solo le queda observar.
Él sintió el áspero roce de la cuerda contra su garganta. Entreabrió los ojos y sintió que le faltaba el aire. Quiso voltearse, pero algo pesado estaba sobre él. Trató de mover las manos, pero las tenía inmovilizadas, al igual que los pies. Tomo conciencia de lo que estaba pasando, pero no podía creerlo. No podía terminar así, no ahora que apenas comenzaba a vivir, que acababa de encontrar un buen empleo, que se había comprado un carro, que estaba pagando su casa. Por primera vez en su vida sintió verdadero pavor y se maldijo por haber ido ese día a ese bar. Su instinto de supervivencia le hizo luchar, pero lo único que pudo hacer fue retorcerse como un pez fuera del agua. Cada vez sentía el cuerpo más frio, con su cabeza explotando en una agonía punzante. Poco a poco iba perdiendo el conocimiento y lo último que intentó antes de desmayarse fue un gemido, pero una mano le empujo la cabeza firmemente contra las almohadas, ahogando su súplica. A los cinco minutos, todo había terminado.
El celular de Mariana sonó, obligándola a volver en sí. Se secó con una toalla y salió del baño. De reojo vio el cuerpo tendido sobre la cama y se sentó de nuevo en la orilla. Le dolía un poco la cabeza. El sol se asomaba por entre las persianas, iluminando la habitación, incrementando la resaca que tenía. Ya era hora de irse o llegaría tarde al desayuno dominical con su padre. Se levantó y abandonó el cuarto, buscó su ropa y se vistió. Antes de salir del departamento, volvió la mirada a la habitación y pensó nuevamente “es una lástima, no estaba tan mal el wey”. Cerró la puerta y vio su teléfono. Tenía una llamada perdida de su papá, por lo que le marco mientras bajaba las escaleras, para avisarle que no demoraba en llegar.
—¡Buenos días mi niña! ¿Ya vienes? No se te olvide que es nuestro desayuno semanal —le dijo su papá al momento de contestar.
—Ya voy para allá pá, veme pidiendo unos chilaquiles porque ando un poquito cruda. Te quiero, ahorita nos vemos —le respondió.
Salió a la calle y paró un taxi. Subió al auto, se acomodó en el asiento trasero y le dijo a donde había que ir. Avanzaron unas cuantas cuadras y, mientras ella se dedicaba a observar por la ventana el paisaje que le brindaba la urbe, el taxista interrumpió sus pensamientos, preguntándole: “¿y si no es indiscreción, a que se dedica señorita?”
Mariana saco su celular y le mando un texto a su padre, inventándole una excusa y avisándole que llegaría un poco más tarde.
—Y para qué quieres saber, si solo buscas coger nada más dime y podemos arreglarnos —le respondió ella, mientras abría las piernas y se tocaba sugerentemente, sin darle oportunidad al taxista de decir que no…
Se dirigió al baño y se enjuagó la cara. Tomo un vaso lleno de agua y sacio la sed que le había dejado la noche anterior. “Es una lástima”, pensó para sí, mientras veía el reflejo de su rostro cansado frente al pequeño espejo. El recuerdo de las últimas horas le hizo recargarse en el lavabo, viendo a la nada, ensimismada en sus pensamientos.
Había llegado al bar cerca de las diez de la noche. Se sentó en la barra y pidió un whisky con hielo y agua mineral. Estaba sola. Esperando. Llevaba un pantalón negro, ceñido, justo por debajo del ombligo. Una blusa de tirantes roja y una chamarra de piel complementaban el atuendo. Iba por la quinta copa cuando un tipo se acercó a ella. Ya estaba acostumbrada. Tenía un buen cuerpo y lo sabía. Un trasero firme, no muy grande, senos delineados y cintura estrecha. No se consideraba muy bella, tenía unas cuantas arrugas y lunares, pero tampoco era fea. Su cabello castaño rizado le daba un toque coqueto que en muchas ocasiones le había pagado la cuenta del bar.
—Hola. ¿Te puedo acompañar? No sé si esperes a alguien, pero una chava tan linda no puede estar tanto tiempo sola —le dijo el extraño, iniciando la plática de una manera banal.
Esa frase siempre se le hacía gastada y aburrida. Deseaba que las conversaciones no iniciaran tan predecibles. Las mismas líneas, los mismos cumplidos, las mismas presunciones, los mismos estúpidos intentos por impresionarla y llevarla a la cama. No sabían que sí se iría con ellos, sin tantos rodeos. Cuando iniciaban la conversación así, ella ya sabía cómo terminaría la velada. Si tal vez, solo tal vez alguien le hubiera dicho cualquier otra cosa, no pasaría lo que siempre pasaba, pero como no había sido así, ella seguía despertando cada fin de semana en una cama diferente, con resaca y corriendo antes de que la vieran irse.
—Me llamo Alejandro, por cierto.
—Mariana.
—Mucho gusto Mariana, ¿te puedo invitar un trago? —insistió.
—Claro, por que no —le dijo ella, indiferente, sin voltear a verlo.
Pasaron un rato en donde le escucho hablar de su trabajo y gustos. Asentía mecánicamente y respondía con frases cortas. No le interesaba en absoluto lo que decía, por lo que apuraba sus tragos rápido y sin voltear a verlo directamente. Después de la ¿novena? ¿décima? copa, su paciencia se había terminado y lo interrumpió bruscamente.
—Bueno, para qué nos hacemos pendejos. Tú me quieres coger y yo también. De que sirve si nos conocemos, mañana a esta hora ya nos habremos olvidado. Mejor paga la cuenta y vámonos a tu casa —le dijo, mirándolo directamente a los ojos por primera vez.
—¿Estás segura? —le preguntó un poco sorprendido.
—Si, digo, así nos ahorramos todo el circo y vamos a lo seguro —le respondió.
Los ojos de Alejandro mostraron rápidamente un signo de aprobación. Sin más, pidió la cuenta y después de pagar, la tomo de la cintura y salió con ella, con un cierto aire de victoria. Subieron al auto y enfilaron hacia la noche. Después de parar en una farmacia, donde se bajó a comprar condones, llegaron a un pequeño departamento.
Al entrar a la casa, él no esperaba que las cosas se dieran tan rápido. Ella fue directo a su pene, lo empezó a sobar por encima del pantalón y cuando la erección se hizo más que evidente, se hincó y le bajo el cierre. Tomo el miembro con las dos manos, mientras seguía frotándolo, de arriba abajo, con la boca abierta y la punta de su lengua apenas rozando el glande. No paso mucho tiempo hasta que ella se metió todo el pene en la boca, succionando, chupando, acariciando el escroto con las uñas. Se quitó la blusa y el sujetador y lo froto con sus senos, apretándolos con las manos y llevándolo peligrosamente al éxtasis.
Él la levantó, preocupado por venirse tan rápido después de esa mamada espectacular y la llevo al sillón. Le quito el pantalón y descubrió que no llevaba bragas. El pubis, delineado por una fina línea de vello, palpitaba, brillaba, goteaba. Quiso penetrarla ahí mismo, pero ella le tomo del cabello y, jalándolo, le llevo el rostro a su vagina. Comenzó a beber de ese manantial que escurría, mamando los labios y el clítoris, en círculos, con dos dedos dentro que entraban y salían, besándole las ingles, volviendo de nuevo a la vulva. Cada cierto tiempo, ella se estremecía, arqueaba las piernas y apretaba los dedos de los pies mientras se acariciaba los senos y jugaba con sus pezones, morenos, duros y pequeños.
Pasaron unos minutos y le quito la cabeza de entre las piernas. Quería sentirlo dentro de ella, así que tomo un condón y, haciendo gala de su destreza, se lo puso con la boca. Se volteó, poniéndose en cuatro. Abrió las nalgas para que, sin decir nada, él hiciera el resto. Sintió el grueso abriendo paso, golpeando los testículos contra su sexo, a cada embestida un gemido, a cada gemido una nalgada. Sentía venirse una, dos, tres veces seguidas. Le dijo que le jalara el cabello y él, obediente, una mano en la cintura, la otra firme en su pelo, hicieron que las metidas se hicieran más intensas. Lo hicieron de esa manera durante un buen rato, para después cambiar, ahora ella encima, llevando la batuta y el ritmo, hasta que la contracción en el estómago de él y sus ojos entrecerrados, le anunciaron que se había corrido.
Pasaron a la habitación y descansaron un poco antes de volver a hacerlo. Esta vez duraron más tiempo, probando diferentes posturas e intercambiado los roles, a veces ella dirigía, otras veces él. Alejandro había terminado por tercera vez y, después de elogiarla y decirle que había sido el mejor polvo de su vida, se quedó profundamente dormido.
Mariana esperó pacientemente unos cuantos minutos, hasta asegurarse de que no despertaría. Se levantó sin hacer ruido y fue a la sala. Busco su bolsa, sacó una cuerda de nylon y dos cinchos y regreso a la habitación. Alejandro estaba tendido boca arriba, en la misma posición en la que lo había dejado. Con cuidado, le amarro las manos y pies. Trato de no apretar tan fuerte, para no despertarlo, pero tampoco tan flojo, como para que se pudiera zafar. Con un poco de dificultad lo giro sobre si mismo, para que quedara boca abajo y así poder hacer la siguiente parte más fácil. Una vez que lo tenía como quería, paso la cuerda por su cuello. Le dio dos vueltas y tras un fuerte tirón, la anudo. Ahora solo le queda observar.
Él sintió el áspero roce de la cuerda contra su garganta. Entreabrió los ojos y sintió que le faltaba el aire. Quiso voltearse, pero algo pesado estaba sobre él. Trató de mover las manos, pero las tenía inmovilizadas, al igual que los pies. Tomo conciencia de lo que estaba pasando, pero no podía creerlo. No podía terminar así, no ahora que apenas comenzaba a vivir, que acababa de encontrar un buen empleo, que se había comprado un carro, que estaba pagando su casa. Por primera vez en su vida sintió verdadero pavor y se maldijo por haber ido ese día a ese bar. Su instinto de supervivencia le hizo luchar, pero lo único que pudo hacer fue retorcerse como un pez fuera del agua. Cada vez sentía el cuerpo más frio, con su cabeza explotando en una agonía punzante. Poco a poco iba perdiendo el conocimiento y lo último que intentó antes de desmayarse fue un gemido, pero una mano le empujo la cabeza firmemente contra las almohadas, ahogando su súplica. A los cinco minutos, todo había terminado.
El celular de Mariana sonó, obligándola a volver en sí. Se secó con una toalla y salió del baño. De reojo vio el cuerpo tendido sobre la cama y se sentó de nuevo en la orilla. Le dolía un poco la cabeza. El sol se asomaba por entre las persianas, iluminando la habitación, incrementando la resaca que tenía. Ya era hora de irse o llegaría tarde al desayuno dominical con su padre. Se levantó y abandonó el cuarto, buscó su ropa y se vistió. Antes de salir del departamento, volvió la mirada a la habitación y pensó nuevamente “es una lástima, no estaba tan mal el wey”. Cerró la puerta y vio su teléfono. Tenía una llamada perdida de su papá, por lo que le marco mientras bajaba las escaleras, para avisarle que no demoraba en llegar.
—¡Buenos días mi niña! ¿Ya vienes? No se te olvide que es nuestro desayuno semanal —le dijo su papá al momento de contestar.
—Ya voy para allá pá, veme pidiendo unos chilaquiles porque ando un poquito cruda. Te quiero, ahorita nos vemos —le respondió.
Salió a la calle y paró un taxi. Subió al auto, se acomodó en el asiento trasero y le dijo a donde había que ir. Avanzaron unas cuantas cuadras y, mientras ella se dedicaba a observar por la ventana el paisaje que le brindaba la urbe, el taxista interrumpió sus pensamientos, preguntándole: “¿y si no es indiscreción, a que se dedica señorita?”
Mariana saco su celular y le mando un texto a su padre, inventándole una excusa y avisándole que llegaría un poco más tarde.
—Y para qué quieres saber, si solo buscas coger nada más dime y podemos arreglarnos —le respondió ella, mientras abría las piernas y se tocaba sugerentemente, sin darle oportunidad al taxista de decir que no…