Cabecita de alfajor

La luna bajó, hace tanto tiempo. Llenando el cuarto de incienso, humo azulado y colillas de cigarrillos.

Bajó sobre tu piel, recorriendo tus bellas mejillas marcadas por dos líneas saladas. Tus labios rojos, jadeantes, semiabiertos. Se metió, solo un poco, dentro de ti. Llegando a tu garganta, manchando de negro aquello que aún no has podido decir.

Beso tu espalda por última vez, donde ese mar rojo ha perdido su ímpetu. Se estremeció como antaño, erizando los poros que susurraron un último adiós. Y su agonía fue lenta, imperceptible.

Acarició tus nalgas, aquellas que recibieron cientos de halagos y roces carmín. Y la luna se encargó de dejar una pequeña llaga, palpitante, libre de cura, que recuerde aquello que no será, que se vuelva completamente invisible, recordada en las ausencias y otras manos. 

Le soplo a tus piernas, que temblaron con el frío y una última canción. Escucharon, abiertas, mientras el eco del tiempo se posó sobre ti, cerrando los ojos, ahogando las lágrimas, gritando, gimiendo, sintiendo como esa convulsión de bajo vientre poco a poco se convierte en un suspiro, dejando un sabor agridulce de éxtasis y melancolía.

Y al final, la luna bajó, hace tanto tiempo. Dejando un cuarto apestando a incienso, con un humo denso y obscuro, donde los pies se queman a cada paso, con los cientos de colillas de cigarros que se han quedado esperando fuego, en donde ya solo había cenizas.

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