Retrato sobre la decepción




Te levantas de la cama, a las seis en punto, con el torso desnudo y los calcetines bajos. Te sientas en el borde y tus ojos se clavan en el pantalón tirado en el suelo, que en la penumbra del cuarto se asemeja a un perro callejero, maltrecho y apestoso.

Te quedas ahí, inmóvil, con el cerebro apagado y los ojos llorosos. Frotas tus hombros entumidos por el frío, te rascas la entrepierna, te preguntas si es necesario bañarte con este clima. No, no dudas en ir a trabajar, está tan arraigada dentro de ti la dulce esclavitud del proletariado, que con tu sueldo de ocho mil pesos defiendes la mentira de creerte clasemediero, cuando apenas te alcanza para mal comer, mal vestir y malvivir. Tomas tu teléfono y desganado revisas las notificaciones. El spam en el correo, tu "lista personalizada" diaria de Spotify, los mensajes de los grupos de WhatsApp a los que te metieron sin preguntarte. Toda esa basura te inunda la mente antes de que siquiera hayas estirado las piernas. Más por inercia que por interés, navegas en Facebook sin que en realidad algo llame tu atención. La luz azul de la pequeña pantalla pinta tu rostro demacrado, ojeroso. Das like sin pensar; es lo que se supone que debes hacer.

Buscas entre los cientos de imágenes de tu galería una de la reunión de hace dos semanas con tus compañeros de trabajo. Seleccionas una que ni siquiera te gusta tanto, pero sales detrás de una botella de cerveza, con tu rostro cubierto por una invisible mascara de fiesta y despreocupación. La subes a tus redes con la leyenda "a trabajar, porque mis lujitos no me los paga nadie" hashtag #worktime, #ombligodesemana, #actitudpositiva. Dejas el teléfono en la mesa de noche y prendes un cigarro, mientras tus ojos se clavan en las sombras, que poco a poco se desvanecen, gracias a los tenues rayos de luz que se empiezan a colar por entre las persianas.

Sin saberlo ya mataste treinta minutos de tu vida. Por fin te paras y la espalda te cruje. Dejas que el cigarro se consuma en el cenicero mientras te bañas, a las carreras. Ya vas tarde. Avientas un café mal preparado a tu termo, pides el Uber y enciendes otro tabaco. Otra vez tienes tiempo libre mientras esperas, para pensar en absolutamente nada, que, aceptémoslo, ya eres un experto en eso.

Llegas a tu trabajo, el cual es decepcionante y lo sabes. Odias todo lo relacionado con él, odias tu escritorio diminuto, odias las conversaciones insulsas en el pasillo, odias a tu jefe y al jefe de él. Lo único que te mantiene ahí es la ilusión de una estabilidad económica, poder pagar tus deudas, juntar tus puntos para una casa de interés social, el seguro médico y comprar una cubeta de cerveza los fines de semana. Esas son todas las aspiraciones de tu vida.

Matas el tiempo viendo memes, borrando correos, yendo al baño y cabeceando de vez en cuando. En el almuerzo, compras una torta de milanesa y un jugo de naranja. Prendes otro cigarro y te sientas en la jardinera. Y ves a la gente pasar. Te imaginas su vida, si tienen dinero o se truenan los dedos para llegar a fin de quincena, sí tuvieron sexo en la mañana, si le deben hasta el alma a Coppel o quien están a punto de aventarse a las vías del metro. Pasa un compañero del trabajo, te saluda, y tú, con la boca llena, solo asientes con la cabeza en un gesto mecánico y seco. Y de repente te das cuenta de que estás solo. Y sin saber como, empiezas a fantasear con la idea de ser tú quien se aviente por fin al metro.

Vuelves al trabajo y tu jefe te espera con tres pendientes más. Pendientes que se juntan con los otros, en una interminable fila de cosas que no te interesan, que tienes que hacer, que nada más hacen de ti un zombi vacío, muy ajeno a lo que hace tanto tiempo quisiste ser. Un ente que exclusivamente espera las siete de la tarde, para aventar todo al maletín, salir corriendo y dejar todo esa basura detrás.

Camino al pequeño departamento que irónicamente llamas hogar, te topas con la vinatería que queda de paso y compras una botella de whisky y agua mineral -lo más barato que puedes pagar-, únicamente para olvidar un día de mierda, en una semana de mierda, en una vida de mierda.

Ya en casa, te sirves una copa, enciendes uno de los últimos cigarros que quedan en la cajetilla y prendes el televisor. Lo único que quieres es tener ruido de fondo, para intentar callar el abrumador silencio que acompaña tu soledad. Cuatro copas después, tu mente embotada busca el camino a la habitación. Te avientas en la cama y como puedes te quitas la ropa que cae al suelo. Y mientras esperas el sueño, los recuerdos ensordecen la poca cordura que aún te queda. Y ahí, tendido, semidesnudo en el colchón, con una sabana que cubre tus piernas y los ojos clavados en el techo, te quedas dormido, soñando con esa vida que no tienes, qué dejaste ir, mientras el último cigarro del día se desliza por entre tus dedos, cayendo dentro de uno de tus zapatos, quemándolo lento.

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