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Mostrando las entradas de mayo, 2023

José

—¿Qué quieres ser de grande?
—No sé. No he pensado en ello.
— ¿Por qué? Yo quiero ser futbolista. Mi papá dice que me va a meter a la liga infantil y que ahí me van a enseñar a jugar muy bien. Además, a los partidos van señores a vernos jugar. Ellos nos ven y después nos jalan a los equipos grandes. Y voy a ser rico y famoso. Por eso quiero ser futbolista. Para tener mucho dinero.
—Ah, qué bueno. Yo no sé. A lo mejor ni siquiera llego a grande.

José le dio una patada al balón de mala gana. La pregunta de Alberto le había quitado las ganas de jugar. No quería pensar en el futuro, es más, ni siquiera quería pensar en llegar a su casa.

—Todos vamos a crecer. No vamos a ser siempre niños. Yo ya pensé que después de hacerme rico, voy a comprar una mansión con muchos carros, muchos sirvientes y me voy a llevar a mi familia a vivir conmigo. Menos a mi tía Angélica, ella me cae mal. Siempre me aprieta los cachetes cuando me ve.
—Sí, ya sé que todos vamos a crecer. Pero yo no sé si lo vaya a hacer. A lo mejor me muero antes. Quien sabe.

Alberto vio de reojo a su amigo. Le dio una patada al balón, levantándolo en el aire. Lo tomo con las manos en un movimiento ágil y siguieron caminando en silencio. Su mente de primaria no entendía el concepto de morir. No era algo que pensara a menudo.
Caminaron otro par de cuadras, llegando a la esquina donde siempre se separaban. El sol les quemaba la cabeza y la mochila sobre sus hombros pesaba como una piedra. El sudor les recorría el rostro, dejando una mancha de suciedad en sus mejillas. 

—¿Puedo quedarme un rato en tu casa?
—Sí, está bien. Mi mamá dijo que hoy haría albóndigas de comer. ¡Están buenísimas!

A José le gustaba la casa de su amigo. Siempre había comida caliente y no había muchos gritos. Además, tenía un Nintendo y muchos juegos. Y la casa estaba limpia, sin cucarachas corriendo por todos lados, sin mosquitos mordiéndole hasta la rabadilla y sin el pendejo de su padrastro.

—¿A qué saben?
—¿Qué?
—Las albóndigas.
—Mmm, pues, a carne. Mi mamá les pone papas y zanahorias, en caldillo. Pero yo siempre le quito las verduras, se las doy al Tony y me como lo demás. ¿No las has probado?
—Ah, sí —mintió.
—A veces les pone huevo adentro y saben mejor. Cuando las hace así, pido dos platos.

Dos platos. En su vida había comido dos platos en su casa. Su madre trabajaba todo el día en la maquila y les dejaba cincuenta pesos para él y su hermanita, para que compraran lo que pudieran en la tienda de don Chuy. Pero a veces esos cincuenta pesos desaparecían de debajo de la virgencita que estaba en la mesa, a un lado de la puerta que daba a la calle. Su padrastro los agarraba para comprar sus alcoholes. Y ellos se quedaban sin comer, con las tripas rugiéndoles toda la tarde, esperando a que su madre llegara con unos bolillos y les hiciera una canela, sin azúcar. Esa era la cena del diario. No había albóndigas, ni huevo, ni verduritas en caldo. 
Llegaron a la casa de Alberto. Dejaron las mochilas en el suelo de la sala y se sentaron en un sillón. Él tenía una tele grande, con muchos canales, algunos de ellos donde solo había caricaturas. La prendieron y del aparato salieron las risas de un programa donde un cazador perseguía a un conejo, pero este era más listo y siempre que estaba a punto de atraparlo, él se escapaba. En su casa no había televisión, solo una radio que era del “señor”, que ponía sus corridos todos los días, mientras tomaba. La mamá de Alberto salió de la cocina y los saludo.

—¡Hola, mi vida! ¿Cómo te fue en la escuela?
—Bien, má. Invite a mi amigo José a comer, ¿no hay problema?
—No, para nada. ¿Cómo estás, José?
—Bien. 
—Qué bueno. Lávense las manos, porque ya mero llega tu papá para comer. 

José siguió a su amigo al baño. Siempre se sorprendía de ese pequeño cuarto. Como el agua salía de las llaves del lavabo, limpia. El escusado con su tapa, los azulejos, el papel guardado en una pequeña gaveta. En su casa, el baño estaba siempre mojado y el agua para lavarse estaba en unas cubetas, que tenían que llenar en el patio. Ahí no había ninguna tapa, ni gavetas, ni azulejos.
Salieron del baño y se sentaron a ver las caricaturas. La mamá de Alberto les había servido agua de limón en vasos de vidrio. En su casa solo había trastes de plástico, manchados de tantas lavadas. Se tomaron el agua, cuidando de no tirar el vaso y romperlo. El papá de su amigo llegó. José se puso de pie de inmediato, bajo la cabeza, como si hubiera hecho algo malo. Quería disculparse, aun sin entender por qué.
Don Pedro los saludo y se dirigió a la cocina, a ver a su esposa. Se escuchó un beso y un “que bueno que ya llegaste, mi amor, ya está la comida”. En su casa, cuando llegaba su mamá del trabajo, lo que se escuchaba era “María, ¡sírveme de comer!, tengo hambre”. No había besos.

—¡Niños, ayúdenme a poner la mesa!
—Si má, ¡ya vamos!

Se levantaron del suelo y llevaron los platos al comedor. A José le gustaba el comedor. En casa solo había una mesa de madera que bailaba de tan vieja que estaba. Si querían comer sentados, se iban a las camas llenas de bolas o se sentaban en el suelo. No había mucha diferencia entre uno y otro.
Terminaron de comer y se subieron las escaleras corriendo. Alberto tenía un nuevo juego, el cual quería enseñarle a José. Era de peleas de box. 

—¿Por qué dices que te vas a morir antes?

José dejó el control en el suelo. Se quedó callado, pensativo.
Imaginó llegar a su casa, con el pendejo de su padrastro borracho. Él estaría sentado en el único sillón corroído que tenían, con una botella de charanda entre sus piernas y un vaso en su mano. Él dejaría la mochila a un lado de la puerta, tratando de no hacer ruido, para que no se diera cuenta de que estaba ahí. Pero el cabrón lo vería con sus ojos aguardentosos, y le gritaría “¿dónde estabas, pinché muchacho?, ¿ya viste la hora que es? A la pendeja de tu hermana no le venden cigarros en la tienda, tienes que ir tú.” Y mientras decía esto, se quitaba el cinto del pantalón y se acercaba, amenazante. Pero no esta vez, no permitiría que le pegara, ya estaba cansado de las palizas diarias del “señor”. Lo empujaría con todas sus fuerzas y su padrastro se golpearía la cabeza contra la mesa, tirando las ollas y las cubetas y los trastes. Esperaría a ver la sangre botar de su cabeza y si no salía nada, agarraría el palo que tenían como tope para tener la ventana abierta y le pegaría tan fuerte que le rompería la nariz, los dientes y le sacaría los ojos. Lo dejaría tirado ahí, con la sangre escurriendo de la boca que tantas veces le había dicho que era un inútil y tomaría a su hermanita, para salir corriendo a la maquila donde trabajaba su madre. Al verla salir, le gritaría “jefesita, ya lo hice. Ya no tiene que preocuparse, ya no nos va a faltar nada. Ya maté al cabrón del señor. Ya no le va a gritar que le haga de comer, ya no nos va a pegar. Ya no vamos a tener que escondernos, ni va a llorar usted todas las noches, cuando piensa que estamos dormidos. Ya lo hice, lo aventé contra la mesa y después le pegué con el palo de la ventana. Se le salieron los ojos y dejé un charco de sangre en la cocina, pero no te preocupes, yo lo voy a limpiar. No te aflijas, jefesita, ya maté al pendejo.” Y después se irían a la casa, a ver al “señor” por última vez. Lo enrollarían con periódicos y saldría a pedirle su triciclo don Chuy, el de la tienda. Lo subirían ahí y se irían a tirarlo a un baldío o cerca de la cantina donde tomaba antes de llegar casa o donde pudieran. Lo aventarían para que se lo comieran los perros y las ratas y se regresarían a la casa a limpiar la sangre apestosa del pendejo. Y al día siguiente, iría a la escuela con una sonrisa, sabiendo que cuando llegara a la casa, ya no habría quien le pegara, ni le mandara, ni a su hermanita, ni a su madre.

—Pues porque sí. Un día mi padrastro me va a pegar tanto, que a lo mejor me mata.

José ya no tenía ganas de seguir jugando. Se paró y se despidió de su amigo. Tomó su mochila y camino a su casa, pensando en la paliza que le esperaba por llegar tarde. Llegó y ahí estaba el “señor”, con el cinto en la mano, esperándolo. Cerro los ojos y mientras recibía el primer latigazo, pensó en la sangre y los periódicos y los trastes tirados en el suelo y que, si pudiera elegir que ser de grande, le gustaría ser presidiario, por haber matado al cabrón de su padrastro.[no-sidebar]

No llores

La bicicleta era negra. Estaba recargada en la pared, juntando polvo. Muy de vez en cuando las pequeñas manos regordetas de ese niño la tomaba, daba dos o tres vueltas en la cochera de su casa y se aburría de jugar solo. La dejaba tirada y esperaba con ansias que su padre lo llevara al parque, donde podría ir más rápido, más libre. Pero los días pasaban y cuando papá llegaba, él ya estaba dormido. Y así, día tras día, se quedaba mirando por entre las rejas, ansiando el momento en el cual poder salir.


Pasaban las tardes y las noches. Los fines de semana se asomaba a la ventana y la bicicleta estaba ahí, recargada, como una estatua. El sol le daba de lleno, se calentaba el asiento, empezando a rajarse. El niño bajaba corriendo, se montaba en ella y daba otras vueltas en la cochera. Papá estaba en casa. Por fin lo llevarían al parque. Pero no, en vez eso, le gritaban que se metiera a la casa, porque el sol estaba muy fuerte. Y cabizbajo, dejaba la bicicleta tirada frente a la puerta y se sentaba en las escaleras, con las manos entre las piernas. Papá y mamá corrían de un lado para otro, arreglándose para salir. Tenían una cena con sus amigos, donde solo iban los adultos. Donde él no estaba invitado.


La bicicleta tenía una llanta ponchada. Hacía mucho tiempo que no se subía en ella. No porque no quisiera usarla, pero se aburría de solo dar vuelta tras vuelta. Él quería sentir el viento en sus cachetes, quería caerse y rasparse las rodillas, mancharse las manos de tierra, cansarse de tanto pedalear, exhalar tan fuerte que sus pequeños pulmones se sintieran reventar. Sin embargo, ahora todos en casa estaban atareados, llenando cajas con cosas, subiendo los muebles a una camioneta y dejando su vida atrás. Papá tomo la bicicleta. El niño saltó de alegría, por fin irían al parque. Al fin su sueño se cumplía, no podía tener una sonrisa más ancha. Corrió a la calle y miro paciente a su padre, ya había esperado mucho, unos segundos más no harían la diferencia. Pero se equivocaba.


Su papá le dio la bicicleta a un muchacho que ayudaba a cargar las cosas. Y él se subió en ella, rompiéndole las pequeñas llantas de plástico. Dejándola tirada, agonizante, en la banqueta.


Los ojos de ese pequeño niño se llenaron de lágrimas. Veía a su bicicleta, rota, esperando que su padre hiciera algo por ella. Pero él no hacía nada. Solo la veía, riendo. Y el niño, abriendo la boca, lloró.


—¡No llores! Solo los maricas lloran. Es una simple bicicleta.


Y el niño se quedó viendo tras la ventana mientras se alejaban, ahogando los sollozos en su garganta, a su bicicleta rota recargada en la pared, con las llantas picadas, el asiento rajado, oxidada, llena de polvo. [no-sidebar]