No llores

La bicicleta era negra. Estaba recargada en la pared, juntando polvo. Muy de vez en cuando las pequeñas manos regordetas de ese niño la tomaba, daba dos o tres vueltas en la cochera de su casa y se aburría de jugar solo. La dejaba tirada y esperaba con ansias que su padre lo llevara al parque, donde podría ir más rápido, más libre. Pero los días pasaban y cuando papá llegaba, él ya estaba dormido. Y así, día tras día, se quedaba mirando por entre las rejas, ansiando el momento en el cual poder salir.


Pasaban las tardes y las noches. Los fines de semana se asomaba a la ventana y la bicicleta estaba ahí, recargada, como una estatua. El sol le daba de lleno, se calentaba el asiento, empezando a rajarse. El niño bajaba corriendo, se montaba en ella y daba otras vueltas en la cochera. Papá estaba en casa. Por fin lo llevarían al parque. Pero no, en vez eso, le gritaban que se metiera a la casa, porque el sol estaba muy fuerte. Y cabizbajo, dejaba la bicicleta tirada frente a la puerta y se sentaba en las escaleras, con las manos entre las piernas. Papá y mamá corrían de un lado para otro, arreglándose para salir. Tenían una cena con sus amigos, donde solo iban los adultos. Donde él no estaba invitado.


La bicicleta tenía una llanta ponchada. Hacía mucho tiempo que no se subía en ella. No porque no quisiera usarla, pero se aburría de solo dar vuelta tras vuelta. Él quería sentir el viento en sus cachetes, quería caerse y rasparse las rodillas, mancharse las manos de tierra, cansarse de tanto pedalear, exhalar tan fuerte que sus pequeños pulmones se sintieran reventar. Sin embargo, ahora todos en casa estaban atareados, llenando cajas con cosas, subiendo los muebles a una camioneta y dejando su vida atrás. Papá tomo la bicicleta. El niño saltó de alegría, por fin irían al parque. Al fin su sueño se cumplía, no podía tener una sonrisa más ancha. Corrió a la calle y miro paciente a su padre, ya había esperado mucho, unos segundos más no harían la diferencia. Pero se equivocaba.


Su papá le dio la bicicleta a un muchacho que ayudaba a cargar las cosas. Y él se subió en ella, rompiéndole las pequeñas llantas de plástico. Dejándola tirada, agonizante, en la banqueta.


Los ojos de ese pequeño niño se llenaron de lágrimas. Veía a su bicicleta, rota, esperando que su padre hiciera algo por ella. Pero él no hacía nada. Solo la veía, riendo. Y el niño, abriendo la boca, lloró.


—¡No llores! Solo los maricas lloran. Es una simple bicicleta.


Y el niño se quedó viendo tras la ventana mientras se alejaban, ahogando los sollozos en su garganta, a su bicicleta rota recargada en la pared, con las llantas picadas, el asiento rajado, oxidada, llena de polvo. [no-sidebar]

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