Entradas

Mostrando las entradas de noviembre, 2021

Consuelo


Salí del trabajo después de un turno de 24 horas. No tengo nada más que cuatro pesos en la bolsa, un paquete de cigarros y un pan. La espalda me está matando y la barriga me arde, por tanto ácido acumulado debido a no comer nada el día anterior. Me causa gracia lo que se viene a la mente cuando no se tiene gran cosa. Imaginas que a la vuelta de la esquina te vas a encontrar una cartera, un billete tirado, quizá. O de plano, si llevas mucho tiempo así, robar ya no se te hace una mala opción. A veces puede más el hambre que la ética.

Enciendo un cigarro. Froto mis manos y las meto en los bolsillos de la vieja chamarra. Me espera un camino de media hora hasta la casa, por lo que empiezo el andar, no quiero que el fresco de la mañana me taladre los huesos más de lo que ya lo ha hecho la noche antes. En esta vida, de todas las decisiones que tomamos, la única realmente importante es la manera de morir. No pedimos nacer, pero si somos inteligentes, podemos -y debemos- encauzar la propia existencia hasta el trágico final. Esto lo había pensado hace tiempo y, definitivamente, morir de frío no era una opción. No sería muy “poético” de mi parte.

El cigarro se consume lentamente en blancas bolas de humo, mientras mis pies entran en calor a cada paso. La barba crecida y el cabello apenas largo me cubren la cara del viento matutino, ese que acompaña el despertar del sol sobre los edificios de una ciudad aún inerte. Caminar a esas horas, cuando los hombres apenas salen de sus casas para ir a las fábricas, los niños se despabilan sentados en sus camas y las señoras salen a los mercados para escoger las frutas y verduras frescas, es algo que disfruto. La gente me aburre, pero sus motivaciones no. Ves cómo cada uno, a su manera, trata de sobrevivir un día más, una semana más, una vida más. Aquel que sabe que va a tener que doblar horas porque las deudas lo están consumiendo, el otro porque tiene que pagar pensión alimenticia, aquella que le coquetea al destazador de pollos para que le dé una mejor pieza, o la que va contando la morralla en cada puesto, con la mirada cansada y los dedos entumidos de tanto tronárselos, rezando para sus adentros porque no hayan subido el kilo de tortillas. El conjunto, dentro de su propia miseria, me hace sentir menos solo.

Estoy a un par de cuadras de aquel cuarto que llamo hogar. El drogadicto que siempre está en la esquina, me recibe con una sonrisa y los ojos vidriosos. “¿No trai diez varos, jefe?” me dice, mientras estira la mano. Le doy los cuatro pesos, “es todo lo que traigo, carnal, ahí pa la otra te aliviano”, le respondo. No me pesa dárselos, me ha regalado buena hierba y no ha desvalijado mi casa. Además, siempre es bueno tener un marihuano de tu lado. Nunca sabes cuándo puedas ocupar una tele robada.

Entro a mi querida pocilga y abro el frigobar, que también me sirve de mesa. Detrás de unas bolsas con tortillas duras esta la botella de licor de caña. Tomo el vaso que está ahí desde hace no sé cuánto y me sirvo una copa. El primer trago pasa lento, quemando la garganta y aflojando la lengua. Los siguientes pasan más ligeros, hace mucho tiempo que le perdí el gusto al alcohol. Ya solo me sirve para calmar la panza y dormir más rápido. Prendo otro cigarro. Saco la vieja laptop que me reúso a empeñar y escribo un par de cuentos. Beber, fumar y escribir. Es lo único que me mantiene cuerdo.

Ya casi va a dar la una de la tarde. Me sirvo el último suspiro de la botella y me tumbo en el colchón. La cabeza me da vueltas, pero el dolor de estómago se ha ido. Veo como los rayos de sol se filtran por entre la cobija que puse a modo de cortina y me entretengo con el baile de las motas de polvo y piel muerta. Sé que el último vaso de aguardiente me va a noquear pronto, así que me acomodo lo mejor que puedo, dispuesto a dormir. Pongo mi pan a un lado, para que cuando me despierte en la noche tenga algo que comer y enciendo otro cigarro. Y antes de cerrar los ojos, llego a la conclusión: embriagarse y soñar, es el único consuelo que tenemos los pobres. Por lo menos, hasta que haya que empezar de nuevo.[no-sidebar]

Ensayo sobre las serpientes, Midas y los recovecos


Medusa no era consciente de sus poderes. Ella lo único que hacía era peinar sus serpientes, acicalarlas y dejar que el acondicionador resbalara por entre sus rizos vivientes. Para cualquier lado que mirara, había una piedra fría, inamovible. Iba por la tierra añorando ser amada por lo que fuera que pudiera lidiar con su maldición. Pero no, allá donde viera, no había más que rostros inexpresivos y humeantes, semejantes a la marca de Caín.


Caín tampoco podía entender su condena. Vagaba errante sin entender que el único pecado que había cometido fue haberlo dado todo por amor. Al pueblo que fuere le rehuían, a la ciudad que llegaba, le escupían. Intentó de mil maneras borrar la cicatriz que perforaba su frente, no obstante, en cada ocasión lograba que esta fuera más profunda. Y lo único que buscaba, era que alguien entendiera su pasión, alguien que le diera ese amor que él había dado y por el cual ahora era maldito. Alguien curioso, que viera más allá de la marca rojiza y palpitante, y rebuscara en su alma. Alguien como Edith, la mujer de Lot.


Edith fue castigada por su sed de conocimiento, no por su desobediencia. Aún en los últimos segundos, en los que poco a poco era convertida en sal, mientras observaba como Sodoma y Gomorra eran consumidos por el fuego, su mente lejos de arrepentirse lanzaba una última duda: ¿Por qué era castigado el entendimiento y premiada la ceguera? Su pensamiento, fugaz y consciente de su eminente muerte, llegó a la conclusión más lógica. Dios era un ser contradictorio, que presumía el libre albedrío, pero castigaba cualquier cosa que no estuviera dentro de su limitada moralidad. Dios era un ser vengativo, que buscaba la sumisión antes que la sabiduría. Dios era el dador de vida, sin embargo aquello que tocaba, lo destruía. Dios era igual que Midas.


Midas deseó que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Y su deseo fue cumplido. Pero rápidamente se dio cuenta de que es muy bonito el dorado, pero a fines prácticos, inservible. Hay que recordar que ser tonto y avaro son cosas incompatibles y él, al ser muy avaro, no tenía un pelo de tonto, así que pronto encontró una solución a sus problemas. Los términos de su deseo, eran que las manos tenían la capacidad de convertir las cosas en oro, más no aquello que tocara con los pies, la boca o cualquier otra parte de su cuerpo. De este modo, inmensamente rico y joven, se llenó de sirvientes que lo atendían 24/7. La comida le era llevada a la boca por una serie de mujeres voluptuosas, el culo le era limpiado por un eunuco y lo vestían cuatro hombres con tareas específicas: uno dedicado a las prendas interiores, otro a los pantalones, el tercero a las camisas y prendas superiores y el último a los accesorios. Y cada semana los despedía, no sin antes darles carros cargados en oro, creado la elite mundial y las familias que aun hoy dominan la economía, las artes y la política. Pero Midas pronto se cansó de esa vida de opulencia y sedentarismo, así que empezó a buscar aquello que le era desconocido, rodeándose de brujos y hechiceras. Y un día, le fue presentado el mismísimo Hades, a quien le propuso comprarle a su perro, Cancerbero. 

Cancerbero era un perro común y corriente que un día, tras perseguir durante un largo trecho una mariposa, se encontró ante las puertas del infierno. Sediento y hambriento, comenzó a rascar la puerta, aullar y mover la cola. Y Hades, quien por ese tiempo empezaba a crear sus huestes infernales y los niveles del inframundo, se dio cuenta de que necesitaba un guardián, ya que si un perro había podido encontrar su morada, era solo cuestión de tiempo para que algún despistado encontrara la puerta, entrara y se diera un paseo por entre los pasillos y husmeara en las habitaciones de su tétrica morada. Con eso en mente, tomo al can y le dio de beber y comer. Pero la comida del infierno es, a falta de una mejor explicación, diferente. Con cada bocado su cabeza se ensanchaba y su boca crecía, con cada trago de agua, los colmillos sobresalían y la baba que producía se multiplicaba. Pero Hades no podía hacer nada, porque el perro no estaba entrenado, y cada vez que aproximaba la mano para quitarle el plato, este le soltaba mordidas, le gruñía y no le permitía acercarse. Cerca de terminar, y debido a los constantes esfuerzos del Dios de los avernos por privarlo de su comida, le salieron otras dos cabezas al animal, lo que hizo aún más imposible la tarea. Y Hades considero que después de todo no estaba tan mal. Al final de cuentas, un perro de tres cabezas es más imponente que uno normal. Solo había un problema. El perro era un juguetón incasable y más que cuidar la puerta del inframundo, corría el riesgo de que se fuera detrás del primer ser humano que le perdiera el miedo, tras descubrir que las tres cabezas eran más una malformación que un peligro. Así que tomó la única compañía que tenía y, luego de una rápida operación, la unió a la cola del animal. De esta manera, la serpiente que no hace mucho había sido expulsada del paraíso junto con Adán y Eva, encontraba un nuevo trabajo: supervisar al nuevo celador. 

Aquella serpiente muchos creen que era el Diablo en persona. Pero nada más fuera de la realidad. El Diablo apenas andaba organizando su revolución, distribuyendo panfletos y creando marchas allá en el cielo. No tenía tiempo para andar bajando al paraíso, lugar que, además, le parecía aburrido. Árboles frutales, animales y dos personas desnudas, quienes no hacían nada interesante más que comer y dormir, ya que de sexo ni hablamos. Acuérdense que Dios tiene una moral muy cuadrada. No, la serpiente no era el Diablo, la serpiente era Dios mismo, quien, al ver que sus hijos le obedecían y no comían del fruto prohibido, el tiempo se le venía encima y no encontraba la forma de hacer cumplir las sagradas escrituras. Por lo que se convirtió en una culebra y de esa manera mataba dos pájaros de un tiro: expulsaba a sus retoños y de paso maldecía algo, nada más para no perder la costumbre. Así que después de lograr su cometido y fingir enojo, hacer su berrinche y desterrar a su creación, calumniaba a una especie entera, los reptiles, quienes después de muchas generaciones y entendedores de que nunca más volverían a agradar al Creador, encontraron su refugio entre las cuevas y los recovecos, aprendieron a escuchar los murmullos de la noche y supieron descifrar las lenguas inaudibles de los espíritus, los chamanes y las brujas. Mismas que un día, pusieron en la cabeza de Medusa cientos de serpientes, no como una maldición, sino como una bendición, para que antes de que cualquier hombre pudiera lastimarla con palabras vacías y regalos insulsos, falsos te amo y promesas incumplidas, ella los convirtiera en piedra y así, no dejarse engañar por estos. Solo que no calcularon un pequeño detalle: Medusa, al igual que todos en esta vida, aun a costa de mentiras y traiciones, aun sabiendo que la felicidad es efímera y perecedera, lo único que ella buscaba, es ser amada.[no-sidebar]