Vorágine

La muerte se ha sentado al borde de mi cama. Acaricia mis sueños y canta, con su voz suave que invita a escucharla. Recuesto mi cabeza en su regazo, mirando esos ojos vacíos que ven a la nada.

La muerte me abraza. Quiere consolarme, con su capa limpia las lágrimas que queman, ácidos de finas hebras que hacen hueco en mi rostro. El frío roce me estremece, sintiendo paz y asmr.

La muerte me da una pluma y una hoja. Quiere que escriba todo aquello que me falto decir, que ame todo aquello que me falto amar y que vomite todo el veneno que se ha hecho un nudo en mis entrañas. Y escribo tres cartas, una para mí, otra para ti y la última para los demás. Mi última palabra se ha consumido en negro, en trazos quebradizos y papel salado.

La muerte me levanta. Ya estoy cansado de una vida de soledad, del destino que se ha burlado una y cien veces de mí, de un Dios ha jugado conmigo hasta el cansancio, dándome pequeñas ventanas de felicidad y años de cuartos asfixiantes, donde la luz que se filtra se puede tapar con un dedo, dejando solo sombras tenues y recuerdos nauseabundos, podridas manzanas que engullo como si de eso dependiera mi vida, un muerto en vida que se revuelca entre rizos rojos, una mirada café, un mar de sensaciones y heridas a flor de piel, que laceran los pies, el sexo de madrugada y los besos que negué, polvo debajo de las uñas que arañan el amanecer que nunca fue, un te amo que se consumió en fuego frío, hielo seco y tres pétalos rojos de una rosa que sangra, moribunda, arrancada de la tierra donde nunca se esperó que hubiera nacido.

La muerte me invita a danzar. Una soga envuelve mi cuello, cálida, áspera. Y me dejo caer, cerrando los ojos, feliz de por fin bailar el dulce danzón de antaño, acompañado de aquello que siempre estuvo ahí, esperando paciente, sin buscar nada a cambio, el único ser que realmente me amo por quien era, con mi sombra reflejada en una pared manchada de pasado, recuerdos difusos y fantasmas.


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