Soledad
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”
Francisca cerró el libro por enésima vez. A lo largo de su vida, había intentado leerlo en muchas ocasiones, pero esas líneas siempre se le hicieron vagas y aburridas, por lo que sentía el impulso de cerrarlo, aventarlo al cajón de la mesa de noche y olvidarlo durante un largo tiempo.
Ella era una mujer mayor, de unos setenta y tres años, aunque aparentaba más. De cabello rizado, menuda y morena, se había embarazado muy joven. La casaron con el único hombre que había conocido y desde entonces se dedicó a traer hijos al mundo, darles de comer lo que pudiera y sufrir en silencio las continuas infidelidades y menosprecios que vienen acompañados del matrimonio típico del siglo XX. A los veinte ya tenía dos criaturas que cuidar, pasando sus años de juventud cansada de limpiar culos y suprimir lágrimas. Luego, a los treinta, los mejores de cualquier mujer, ella estaba fregando pisos, limpiando el vómito de un esposo ebrio y curando las heridas de una hija que empezaba sus tropiezos en los despeñaderos del amor. Entre los cuarenta y cincuenta, en vez de estar planeando su vejez, tuvo que lidiar con la muerte, la enfermedad y la tristeza de ver sus sueños diluirse y su familia separase poco a poco. Y ahora, al final de su vida, volteando la vista atrás no le quedaban más que recuerdos semiamargos, melancolías con ligeras pinceladas de felicidad y soledad.
El único pasatiempo que siempre la acompaño en la travesía fueron los libros. Era su manera de escapar unos minutos de su realidad, sumergirse en otros mundos y hacerlos un poco suyos. Desde Lovecraft hasta Rice, nunca dejo uno solo sin terminar. Leía en las bibliotecas, en las horas de sueño y en las bancas, viendo a sus hijas jugar. Robó muchos libros, otros tantos los pedía prestados y los devolvía hechos jirones. Y cuando por fin una de ellas pudo regalarle una vieja laptop, descargo decenas de ellos, infectando la computadora de virus muchas veces, pero no le importaba, ya que mientras el archivo abriera, era más que suficiente. Y así, a sus setenta años, sin tener una librería privada llena de la única pasión que disfrutaba, había leído más que cualquier persona que conoció, incluso podría decirse que más que varios autores de los cuales disfrutó.
Pero hoy, después de haberse dedicado toda la vida a su familia y a sus letras, la vista la fallaba y las ganas de vivir se han esfumado. Por lo que había decidido que al final de la semana se cortaría las venas, yéndose tranquila y en paz. Tomando, quizás, la única decisión propia desde aquella lejana vez que se dejó amar por el que fuera su esposo.
***
“…y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
Adriana se quedo mirando ese último párrafo largo tiempo. Esa sensación de felicidad y tristeza, con un dejo de vacío que aparece cuando terminas de leer un libro comenzó a embargarla. Le habían regalado ese libro una mañana, mientras acomodaba su café en el escritorio de la pequeña oficina que recientemente comenzaba a ocupar en una gran transnacional. Al ser nueva y sin mayores responsabilidades, tenía mucho tiempo libre durante las horas laborales, por lo que un compañero del área técnica que no ocultaba su gusto por la ella, se había tomado la libertad de regalárselo, envuelto en un papel rojo de celofán, con una tarjeta que decía, en un intento burdo de galantería: “espero que disfrutes leer este libro, tanto, así como yo lo hago de ti, cuando te veo cada mañana y trato de leer tus ojos”. Por su puesto que ella no estaba tan interesada en él, aunque ese detalle le había robado un suspiro que trato de suprimir al instante, pero no pudo callar su mente al pensarle durante el resto del día.
Había leído de un jalón las más de cuatrocientas páginas, sumiéndose de lleno en la lectura. Incluso le había robado horas al sueño, por lo que su dosis de café había aumentado un poco durante las dos semanas que le duro el libro, ese viejo placer que había aprendido de su padre. Hombre fuerte y determinado, le enseño tres cosas. A leer, a luchar cuando fuera necesario y a respetar a los mayores. Es por eso que todos los lunes, después de salir del trabajo, salía directo al único asilo de ancianos de la ciudad y pasaba unas cuantas horas leyéndoles, para así aliviar un poco su soledad y a la vez, calmar la propia.
***
Adriana conoció a Francisca una tarde de enero, en el momento justo en el que la anciana arrojaba algo dentro de un cajón. Ella se mostraba irritada, decepcionada, incluso frustrada. Adriana cruzo lentamente la puerta, sabía que los viejos podían ser difíciles de tratar, mas cuando llevan mucho tiempo abandonados. Se vuelven mezquinos e irritables, pero ella sabia que llevarles un buen libro y acompañarlos mientras les leía, podía tumbar cualquier barrera que se pusiera enfrente. Así que con una sonrisa en el rostro se presentó.
—Hola, buenas tardes. ¿Francisca, cierto? Me llamo Adriana, soy voluntaria en este recinto y mi especialidad es leerles a aquellos que ya no pueden o les cuesta trabajo hacerlo.
—Hola Adriana, si soy Francisca. Disculpa si hace un momento me enfade, no es mi costumbre. Pero soy vieja y justamente, leer es lo único que me consuela. Pero mi vista ya esta cansada y hay un libro en especial que se me ha resistido toda la vida. Jamás he pasado del primer párrafo y, a pesar de ser un clásico de la literatura, nada mas no logra engancharme.
—¿Y cuál es ese libro? Digo, si se puede saber.
—Cien años de soledad, de Gabriel García Marques.
Adriana trato de ocultar lo mejor que pudo su asombro. Justamente ese era el libro que llevaba en la bolsa y no podía creer que algo que le había gustado tanto, que había recibido tantos premios y que era aclamado a nivel universal, no “enganchara” a esta mujer, que irónicamente decía que leer era su consuelo. Simplemente no podía creerlo.
—Oh, nunca pensé que hubiera alguien a quien no le gustara —dijo ella.
—Pues sí, llámame tonta o lo que quieras. Pero simplemente no puedo continuar después de, lo llevó a conocer el hielo. Me se de memoria el primer párrafo de tantas veces que he intentado leerlo, pero en ese punto exacto, cierro el libro y lo olvido, hasta que nuevamente me entra el gusanillo, para simplemente repetir el ciclo. Y hoy, que mi hora esta cerca y veo a la muerte cara a cara, quise darle una ultima oportunidad. Pero no pude. Y será una cosa mas de la cual arrepentirme que me lleve a la tumba.
La joven se sentó en el borde la cama. Las palabras de la señora le intrigaron. ¿Por qué no puede continuar con la lectura? ¿Por qué piensa que su hora está cerca? Se veía mayor y cansada, pero no estaba enferma ni mucho menos. Y la pregunta más importante, ¿de qué otras cosas se arrepentía?
—Oh, ya veo. ¿Y no le gustaría que yo se lo leyera? Tal vez de esa manera descubra algo diferente, no sé, verlo desde otra perspectiva, un punto de vista diferente.
—Puedes tutearme querida. Pero no me agrada la idea de que alguien me lea. Cuando la vista empezó a ser más borrosa, probé los audiolibros, pero no es lo mismo. La sensación del papel en los dedos, pasar cada hoja, no poder dormir hasta terminar un capítulo... Ah, es uno de los pocos placeres de la vida. Y, gracias a Dios aun puedo leer, aunque ya menos que antes, pero cien años me exaspera, ¿sabes?, es una relación de amor/odio. Quiero leerlo, lo he intentado muchas veces, pero nomás no puedo. Me enoja y lo guardo, después lo vuelvo a ver y me emociona leerlo. Pero no puedo. No quiero.
—La entiendo Francisca, pero a lo mejor la puedo ayudar un poco. ¿Qué tal si le leo la primera hoja? Podríamos empezar por ahí. A lo mejor le gusta, a lo mejor entiende algo que no haya visto antes. Cierra los ojos y déjate llevar, son solo unos minutos. Total, si no te gusta, mañana puedo traer otro libro.
—¿Y cuál es el punto? ¿De qué serviría? Un libro que no haya leído no cambiara nada. No será la primera ni la última decepción en mi vida. El destino me ha golpeado duro, desde que era pequeña. Me quito un hijo, un seno y mis ilusiones. Yo hubiera querido ser escritora, aunque lo hubiera hecho solo para mí, nunca me importo el reconocimiento o el dinero. Le hubiera robado la inspiración a los días soleados, a las noches sin estrellas y a los libros de Poniatowska. Pero no lo hice, bien dicen que el hubiera no existe. Solo me queda rumiar mis penas, aderezándolas con la sal de la soledad y la pimienta del recuerdo. ¿Qué de malo tendría llevarme una última cosa que no hice a la tumba? Sería la piedra que colmaría mi rebozo, cargado durante tantos años a cuestas, lastimando mis hombros y mellando mi alma.
Adriana se quedó cabizbaja, viendo las uniones del azulejo. Las palabras de la anciana le llegaron directo al corazón. Hace no muchos años ella misma había sufrido la muerte de su madre, la cual, antes de dar el último aliento, le susurro al oído que jamás dejara de luchar por sus sueños. Vida solo hay una, hija, vívela intensamente, quédate donde tienes que estar el tiempo que tengas que estar. No fuerces nada, todo llega. Y Adriana, se quien tú eres, no quien esperan los demás que seas.
El recuerdo de su madre hizo que una lagrima bajara por su ojo. No tenía intenciones de ponerse triste, menos con Francisca, quien le había confiado un poco de su vida. Secó rápidamente con el dorso de la mano la mejilla y volteo a ver a Francisca. Estuvieron un momento en silencio, viéndose fijamente. El aire por la ventana revoloteó la cortina y su frescura le dio ánimos para intentar, por última vez, convencer a esa mujer por la cual ahora sentía complicidad, empatía y un poco de cariño.
—Tengo una idea. ¿Por qué no le dejo mi copia del libro? A lo mejor no ha funcionado el suyo —dijo la joven.
—¿Crees que eso funcione? —respondió Francisca, con una chispa de verdadera ilusión en sus ojos.
—¡Claro que sí! No perdemos nada y en todo caso, por lo menos no sentirá la necesidad de aventarlo en un cajón, ya que confío en que me lo devolverá intacto —le dijo mientras sacaba el libro de su bolsa y lo ponía suavemente en el regazo de la anciana.
—Ja ja ja hijita, aquellos libros que alguna vez me prestaron los devolví hechos trizas de tanto que los leía. —Pero súbitamente sus ojos se ensombrecieron y el tono de su voz, antes risueño, se volvió parco. —Aunque esta vez creo que no lo tendré conmigo tanto tiempo.
—No diga eso señora Francisca, mire que yo regreso el próximo lunes y si quiere, podemos platicar acerca de hasta donde llego en la lectura y comentamos las partes que más nos hayan gustado.
—Entonces hasta el lunes será mi niña.
—¡Hasta pronto!
Adriana salió del cuarto y con paso decidido, rostro en alto y sonrisa plena. Aunque no había logrado su objetivo –leerle a la señora-, se sentía satisfecha con el resultado. De verdad esperaba que Francisca leyera aunque sea unas páginas y, de esa manera, poder contribuir a que no tuviera una “decepción”, como ella le llamaba, más en su vida. Se subió a su carro, conecto la música y se encamino a su casa, a darles de comer sus peces, preparase la cena y dormir, completamente relajada y feliz.
***
Francisca se quedó un rato con el libro en las piernas. No recordaba haber tenido un ejemplar, ni de ese ni de ningún otro, tan lujoso. Era de pasta dura, con el título grabado en dorado y el nombre del autor en letras blancas. La portada era color verde, y al abrirlo por primera vez, el olor de casi nuevo le lleno la cara. Paso sus dedos por cada página, hasta llegar a donde comenzaba la historia. Pero un pensamiento cruzó su mente. No leería el primer párrafo. Ya se lo sabía de memoria. No tenía caso y tal vez, solo tal vez, si se saltaba esa parte, pudiera continuar con el resto. Con su decisión tomada, comenzó a leer.
La tarde se marcó por el sol y pronto la luna se asomó tímidamente en lo alto. Las luces se fueron apagando en el asilo, hasta que todo el edificio quedo a oscuras, solo alumbrado por las luces de emergencia. Francisca no podía dejar de leer. Había estado sentada durante muchas horas y las piernas comenzaban a entumirse. Sin separar la vista de las letras, como pudo se recostó en su pequeña cama y prendió la luz de noche. Si ya le era difícil leer en el día, en la noche, apenas con una luz que era poco más que una vela, le resultaba casi doloroso. Pero ni así podía soltar el libro. Aguantó lo más que pudo, hasta que el cansancio de los ojos la venció y con el libro sobre su pecho, se quedó dormida.
Durante los días siguientes, lo primero que hacía al levantarse era leer. Durante el desayuno, los descansos y las horas muertas no hacía más que leer. Y al llegar la noche se enojaba por no tener más tiempo. Incluso las monjas que llevaban el lugar, en más de una ocasión le reprendieron por tener la luz prendida tan tarde. Y así, mientras pasaban las horas, conoció la historia de Macondo, Úrsula y José Arcadio. Le encantó el coronel y lloró con la masacre en la plantación. Y ya al final, en el último párrafo, encontró la respuesta su propia soledad.
Sin darse cuenta, la semana se había acabado. Era lunes nuevamente. Y su plan anterior había fracasado. No el de no leer el libro, sino el de terminar con si vida. Pero esa idea ya le parecía tan lejana y difusa, que el solo hecho de recordarla ya no le traía consuelo. Mas bien la tomo como una estupidez. Sabía que Adriana llegaría en cualquier momento, entre las cuatro y las cinco de la tarde, por lo que una hora antes se bañó, arregló y perfumó, lista para recibirla en cuanto la puerta se abriera.
Adriana había tenido un día muy pesado en la oficina, al parecer no le hacía mucha gracia a su jefa que tuviera tanto tiempo libre y comenzaba a cargarle más trabajo, incluso cosas que no eran de su puesto. Trató de salir a su hora, pero a último momento, le habían dejado un reporte que era muy urgente que estuviera terminado antes de irse. A regañadientes lo hizo y entregó, pero ya pasaban de las siete de la noche. Sabía que las visitas en el asilo eran hasta las siete y media, por lo que acelero de más en el trayecto y justo entro diez minutos antes de que cerraran la puerta.
Casi corriendo llegó al cuarto de Francisca. Quería saber si por lo menos intentado leer el libro y también hacerle saber que había esperado volver a verla toda la semana. La anciana tenía el libro abierto en la última página, sobre sus piernas. Pero no hubo ninguna respuesta de ella cuando Adriana cruzó la puerta. Adriana pensó que se había quedado dormida, la sacudió un poco y su mano cayó a un lado, tirando el libro al suelo. La realidad se hizo evidente y las lágrimas comenzaron a brotar. Gritando llamo a las monjas, quienes llegaron lo más rápido que pudieron. Después de revisarla, la fatal noticia la noqueo por completo. Francisca estaba muerta.
***
Al día siguiente se presentó en el asilo, temprano, al entierro. No quería que esa señora estuviera sola en su último viaje. Fue muy triste ver que nadie de su familia había ido, y que solo estaban el sacerdote, la madre superiora y ella acompañándola. Al finalizar la escueta ceremonia, le dejaron un momento a solas en el cuarto de Francisca. Su libro estaba en la mesa de noche. Lo abrió en la última hoja y un mar de lágrimas se hizo presente en su cara.
“Adriana,
Esta vieja anciana no vivió cien años de soledad, aunque si una vida entera. Pero me has dado la semana más maravillosa que pude haber tenido en mis largos días. Sentí cada palabra de este libro y no puedo más que estar eternamente agradecida por no rendirte y convencerme de leerlo.
Espero que no sea el único que leamos juntas.
Cariños,
Francisca.”