Trágica historia de amor y voyeurismo

La travesía con esta carga ha sido difícil. En cada parada de autobús, cada vez que veo a un policía, cada momento incómodo cuando alguien se sienta a mi lado, siento como si me estuvieran observando. Como si supieran lo que llevo sobre mis hombros, lo que está en mi bolsa, lo que oculta mi mirada. Me es imposible no sentirme culpable y excitada, exactamente igual a como cuando tienes sexo por primera vez, a escondidas, ahogando los gemidos, detrás de la puerta, en una casa vacía, mientras tus sentidos se dividen entre el goce de las embestidas y la sensación de estar siempre alerta, para que al menor ruido actuar y subirte rápido la ropa interior, acomodarte el sostén y alaciarse el cabello. Justo así me siento, solo que un poco más excitada -por el hecho de ser descubierta- y menos culpable por eso que llevo arrastrando.

Llegue a este hotel donde la vista se pierde entre cientos de casas, avenidas y árboles mal podados. Arrojo la bolsa al rincón, me quito los zapatos y las medias y, sin prender la luz, me siento cerca de la ventana a observar. Cada casa tiene algo diferente, una historia que contar. La primera que llama mi atención es apenas una morada de un piso, descuidada, patio al frente y reja barata. La luz que se cuela por entre las ventanas dibujan una sombra masculina, que se mueve erráticamente. Una segunda silueta, femenina, aparece en escena, levantando una mano como cubriéndose. El hombre arroja algo por sobre la cabeza de ella, pero no alcanzo a distinguir si hace o no blanco en su objetivo. Se acerca a la mujer y claramente se ve como tres golpes hacen mella en el cuerpo. La jalonea y avienta, no sé a dónde, ya que desaparece de mi vista. Pero en ese momento descubro a quien iba dirijo lo que le arrojo, lo que sea que haya sido. Levanta en brazos un cuerpo más pequeño que el de él y al momento se abre la puerta, aventándolo a la calle. Un joven de unos trece o catorce años, sobándose la cabeza, sin playera ni zapatos. Voltea la cabeza y grita algo que no alcanzo a escuchar. Azota la reja y se va caminando por la avenida desierta, hasta que lo pierdo de vista.

Un edifico de departamentos, cada ventana tiene algo diferente que contar. Una pareja cenando, un tipo viendo la televisión, alguien más sé esta bañando. Pero este juego de adivinar que pasa detrás de las cortinas me está aburriendo. Enciendo un cigarro y contemplo la noche, con la luna en lo alto, viendo como la punta de este vicio agrio se consume en efímeros hilos de humo. Saboreo cada bocanada como si fuera la última. Porque es la última.

Que curioso, mi último pensamiento antes de jalar el gatillo es que alguien más observe por entre la ventana y sea capaz de inventarse una historia, llena de amor y sexo, trágico y abrasante.

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