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Mostrando las entradas de mayo, 2020

Perdóname por amarte

Perdóname por amarte de la manera equivocada.
Por amarte en silencio, de madrugada. En mis pesadillas y cuando estaba ausente.

Perdóname por amarte sin demostrarlo como querías.
Por alejarme en mi mismo, por los días de sueño y las noches de insomnio.

Perdóname por amarte materialmente.
Cubriendo mi falta de besos con cosas, negarte un abrazo, voltearme al dormir y olvidar darte mi pecho para que recargaras el peso de tu alma.

Perdóname por amarte con condiciones, a ratos y con reservas.
Era tanto lo que había perdido que nunca pensé que podría ser eterno, siempre mintiéndome antes que dejarme caer.

Perdóname por amarte de lejos, a palabras y sin hechos.
Por creer que eso era lo que tenía que hacer, sin pensar en ti ni en lo sola que estabas.

Perdóname por amarte a mi manera, idiota, con el corazón en la mano y la cabeza fría. Dos cosas que me llevaron por caminos incompatibles, de luz y sombras, espinas y peces de colores.


Perdóname por intentar amarte, a pesar de creer que lo había dado todo, ahora sé que me falto todo.

Lullaby

Ven, acércate,
cierra los ojos por un instante.

Inténtalo, sé que puede ser difícil,
no dejes que la sal que quiere correr por tu rostro empañe tu alma.

Olvida, deja que el aire bese tu cabello,
para así poder sumergirte en el infinito de lo posible.

Lento, por primera vez el tiempo no es tu enemigo,
haz este momento eterno, aunque solo sean segundos sangrando un corazón de papel.

Encierra tus miedos debajo de la alcoba,
pero no los dejes, que sepan que estás ahí, para que ellos también te teman.

Tatúa en la memoria las noches de insomnio,
las tardes perezosas y los sábados de alcohol, que nadie te robé los ayeres ni las miradas cómplices.

Acércate, ven,
y deja sellar con un beso las promesas que aún no se han dicho, los te quiero que están por venir y los te amo que se pueden convertir en toda una vida.

No todos los ángeles vienen del cielo

El día se mostraba somnoliento. La temperatura estaba varios grados por encima de lo habitual, en esa ciudad acostumbrada a los vientos fríos, por lo que la gente dormitaba, ya sea en sus casas o negocios. Las calles se mostraban vacías, con ocasionales carros deambulando, queriendo llegar lo antes posible a su destino, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Era un día perfecto para matar.

Sentado bajo la sombra de un árbol, un hombre encendía su sexto cigarrillo del día. No tenía prisa. Esperaba el momento perfecto. No había porque apresurar las cosas. Ya antes lo había hecho y estuvo a nada de que lo descubrieran. Pero era inteligente, había aprendido de sus errores y el más importante era que no debía forzar nada. Si se daba la oportunidad, atacaba. Si no, siempre podía regresar al día siguiente, en una semana o el próximo mes. Al final de cuentas cazaba por diversión, no por traumas infantiles, odios reprimidos o alguna otra basura psicoanalítica. Así era, así siempre había sido y si de algo se podía arrepentir, es que lo había reprimido durante mucho tiempo.

Aún recordaba la primera vez que había matado a alguien. Tenía 21 años. La idea le había estado rondando la cabeza durante un tiempo, pero aún no se atrevía a nada. Quizá fuera miedo, quizá fuera incertidumbre, pero siempre al último momento se acobardaba. Pero ese día, las cosas salieron tan perfectas, que pareciera que un ente maligno hubiera acomodado las cosas justo para él. Se había ido a tomar unas cervezas a un bar que frecuentaba, donde la camarera siempre le había parecido hermosa. Y ella, tal vez por ganar un poco más en las propinas o simplemente porque deberás le gustaba, le sonreía de más, le llenaba el tarro en cuanto se vaciaba o le rozaba la mano al recoger la cuenta. Así que, después de pedir la tercera ronda, le pregunto su nombre y si le podía dar su número. La chica se sonrojó y discretamente escribió algo en una servilleta, se la paso y dando media vuelta se alejó. “Alicia, 771 145 99 56, salgo a las 2 ♥”. Tomo la servilleta y con una sonrisa en la cara, pensó para sí mismo, hoy es el día. Pidió otras dos cervezas para no levantar sospechas y después de pagar, salió. Había leído en algún lado que nunca se debe de salir con la víctima, ya que es muy fácil que alguien los vea y puedan reconocerte. Comenzaba a llover. Un punto más a su favor, ya que la gente que pudiera estar en la calle se iría rápido, sin prestar atención a nada.

Alicia salió del bar diez minutos después de las dos. Se paró en la entrada, volteo para ambos lados de la acera y saco su celular. Se veía un poco decepcionada. Pero eso era lo que él buscaba. El pedirle el número no era porque quisiera llamarle, eso dejaría pruebas. Lo que realmente quería era hacerle pensar que la llamaría, para que de esa manera no hiciera planes con nadie más. Así, se quedaría esperando una llamada que no llegaría y se iría. Sola. Y tal como lo había previsto, Alicia se encaminó, bajo una lluvia que arreciaba, a la soledad de la noche.

Dejo que pasaran unas cuantas cuadras, para no levantar sospechas. La seguía a una distancia prudente, lo justo para no perderla de vista, pero no tanto como para que le sacara una ventaja significativa. Caminaron unos diez minutos y, justo cuando ella estaba por doblar la esquina, le grito. Ella volteo sobresaltada, pero al momento de reconocerlo, su cara se iluminó. Se acercó corriendo mientras ella, bajo la lluvia, esperaba pacientemente su muerte.

Paso todo en cámara lenta. Cuando la tuvo enfrente, sin mediar palabra, saco una navaja -regalo de su padre- y con un movimiento certero de izquierda a derecha, le rebano el cuello. No habían pasado ni cinco segundos. Ella se llevó las manos a la herida, tratando de frenar lo irremediable. Cayo de rodillas y volteo la vista. Era un mar de emociones. Dolor, sorpresa, miedo. Terror. Abrió la boca para gritar, pero de su garganta solo salió un quejido ahogado y una bocanada de sangre. Y ahí estaba él, viendo todo, disfrutando cada segundo. No había nada más que hacer. Se dio media vuelta, saco la servilleta de su bolsillo y la tiro, junto a ella, quien para ese momento ya estaba tirada, pintando los charcos de rojo, desangrándose.

El recuerdo le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Había sido perfecto y él lo sabía. Después de esa vez, se había vuelto un poco imprudente, arriesgado, orgulloso. Eso había hecho que su retrato hablado ya estuviera circulando en las estaciones de policía, pero, a pesar de todo, seguía impune. Es que, era tan bueno cazando, había nacido para eso, que incluso después de sus errores no habían podido dar con él. Incluso se daba el lujo de llevar una vida normal, sin ocultarse ni tomar mayores precauciones. Era el mejor en su oficio y él lo sabía.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos súbitamente. Una mujer de extrema belleza caminaba por la calle desierta. El vestido corto y holgado, dejaba ver un escote pronunciado, unas piernas torneadas y una cintura delgada. Era lo más cercano a un ángel que había visto en su vida. La siguió con la mirada embelesado. Y ella, que también lo había visto, le regalo una sonrisa altiva y desviando la mirada, continúo su camino, sabiéndose deseada.

Para él había sido una revelación. Nunca había sentido nada por nadie, claro que había estado con mujeres antes, pero era solo para satisfacer una necesidad fisiológica. El amor era algo de lo cual se mofaba, pero esa tarde había caído ante aquello que le provocaba risa. La vio alejarse a la distancia. Estaba hipnotizado. Incluso no podía moverse minutos después de perderla. Tan tonto como suena, pero era amor a primera vista.

Después de reponerse, salió corriendo tras ella. No quería matarla ni mucho menos. Quería conquistarla. Pero no la encontró. Recorrió las calles unas tras otra, buscando algún indicio de esa mujer que acaba de robarle el corazón. Incluso le pregunto a las pocas personas que se cruzaban con él, pero nadie le pudo dar razón, no la habían visto. Sus esfuerzos fueron en vano.

Paso los siguientes días en el mismo lugar, durante horas, esperando que apareciera de nuevo. Si antes esperaba una presa, ahora solo quería verla otra vez. Su mente no podía olvidar a esa Diosa, bajada desde el mismo cielo, hasta su propio infierno. Tenía tatuado en la memoria el recuerdo del vestido floreado, bailando al compás de unas caderas que volverían loco a cualquiera. Los días se convertían en semanas y las semanas en meses. Ahí estaba él, cual fiel feligrés que oye el sonido de las campanas llamando a misa, durante la tarde, esperando a su amada. Creció su cabello y su barba, era tal su devoción, que no quería perder tiempo en esas nimiedades. Si no fuera porque tenía que comer, hubiera dejado de trabajar, solo para estar esperando todo el día si fuera preciso. Y al llegar la noche, se iba cabizbajo a su casa, con la tristeza oprimiendo su corazón y la esperanza de poder verla al día siguiente.

Y así paso el tiempo, viviendo una vida que ya no le pertenecía. Aquella bella mujer lo había matado esa tarde, tarde que añoraba lejana y difusa. Había olvidado su propósito y su razón de ser. Cada vez estaba más loco de amor, amor no correspondido, ni siquiera declarado. Hubiera preferido mil veces el rechazo, porque de esa manera por lo menos la habría vuelto a ver. Pero no. Nunca más la vio de nuevo, incluso muchas veces se preguntaba si no la habría imaginado. Pero en las noches de insomnio, la veía claramente en los pequeños lapsos donde lograba conciliar el sueño. Era imposible que la hubiera imaginado, no tenía la capacidad para poder siquiera fantasear con tanta perfección hecha mujer. Su cabello negro, lacio, hermoso. Esos labios a media sonrisa, rojos y carnosos. La nariz en punta, los pechos firmes, unas cuantas pecas. Era una agonía poder verla tan fielmente en la duermevela. Solo alimentaba un amor que carcomía su alma y mutilaba sus pensamientos.

Hasta que un día, pasados ya varios años, completamente irreconocible, demacrado y vagabundo, mientras caminaba por entre las avenidas pidiendo unas monedas en los altos de los semáforos, la vio. Era ella, la misma, no había cambiado nada. Incluso le pareció ver el mismo vestido aquel, floreado y ceñido. Con la mirada fija, los ojos desorbitados y los brazos extendidos, corrió lo mejor que pudo hacia el auto que la llevaba como copiloto. No se fijó que la luz había cambiado y que un conductor novato no supo cómo detenerse ante aquel mendigo que estaba fuera de sí.

El golpe fue seco, centrado y fulminante. Voló por sobre el capó y su cabeza se estrelló contra el parabrisas, rompiéndolo, al igual que su cráneo. Por fin la había visto de nuevo, solo para encontrar la muerte a escasos metros de ella. Dios es un sádico que juega a los dados con el destino y eso quedó demostrado esa tarde. Los carros se detuvieron y poco a poco la gente rodeo el cuerpo, que jadeaba el final de su existencia. De entre toda la multitud, una silueta sobresalió. Era ella, sonriendo, somo si se supiera culpable de ese caos de amor y metal humeante. Le regalo una última mirada, antes de que el último rastro de aire escapara de sus pulmones y después de verlo morir, giro sobre sus talones y sin volver la vista atrás, subió al auto con su acompañante, tomo su celular y se enfilaron por la avenida, perdiéndose por entre las calles de una ciudad muda, que conoce todos los secretos, pero no se atreve a revelar ninguno.

Hasta que nos dure

Ven,
vamos a querernos de a poco. Sin prisas. El tiempo ya ha pasado sobre nosotros, hiriendo el alma, dejando solo retazos de un corazón que se inflama de sueños diluidos, vapor de tequila y agua oxigenada.

Acércate,
no temas. Curémonos con olvido y besos. Besos de atardecer dormido, de media noche y buenos días. Sin decir nada, que sean los ojos los que hablen, cada pestañeo es un sí, cada parpadeo un tal vez. Y si acaso los cerramos, que nuestro aliento confunda los sentimientos y despeje la mente.

Despacio,
cada segundo cuenta, en este momento infinito, donde las manos se vuelven etéreas, queriendo rozar la piel de los labios, en un dulce vaivén de ser y no ser, de ir y no ir, de sentir y vivir. Los minutos se atesoran en el baúl de los quizá, donde todo florece y muere, porque no entendemos cómo hacerlo eterno.

Salta,
entrelazados los dedos, uno a uno, no te sigo, estoy a tu lado. Deja que el viento nos transporte a donde él quiera, no hay metas ni destinos, no hay nombres ni deseos perdidos. Solos tú y yo, flotando, cayendo, muriendo a cada momento, renaciendo.

Vive,
cada uno con sus demonios, deja que se conozcan y que engendren los propios, que se abracen y se consuman, que jueguen, que teman de lo que podemos ser. Deja que nos enredemos en uno solo, mi mano sobre tu cintura, tu mano sobre mi pecho, con un nudo en la garganta que se ha quedado suspendido, sin saber cómo ni cuándo.

Juega,
ríe, llora, brinca, ora. Que yo haré lo propio, cada quien en su rincón, en una misma habitación, en un mismo instante, juntos, sabiendo que estamos ahí, esperando a que se haga cada vez más pequeña, que nos arrastre al centro del torbellino, donde viven las sensaciones inaudibles, las copas de cereza y los juegos de mesa.

Cree,
y no forcemos nada, deja que el destino cierre los zapatos gastados, los libros abiertos y las miles de gotas de lluvia, que caen y limpian cada lagrima que ha llegado a las mejillas, besando la punta de los pies y los caminos que están por venir.


Por lo menos, hasta que nos dure.

Reflexión sobre la incertidumbre del amor o, la destrucción del mismo

Amor es darle a esa persona todo tu dolor, para que pueda destruirte lento, mientras disfrutas cada segundo de esa dulce agonía.

Es dejar que te apuñale en el alma, cada vez mas profundo. Y así, cuando el filo de esa daga se haya mancillado, claves tus propios dedos dentro de la llaga antes de dejar que cierre completamente.

Es darle la llave y mostrarle la puerta donde están encerrados tus demonios más oscuros. Al mismo tiempo. El mismo día. Y que esa persona abra la puerta, esperando deleitar sus ojos mientras te desangras lento.

Es poder decir te extraño, te amo, te espero, te quiero. De golpe. Sin esperar nada a cambio. Sin recibir nada a cambio. Porque no sabes hasta cuando dure.

Es rezarle a la muerte, odiar a la vida y suplicarle al tiempo. Rezar para no morir, odiar por no vivir y suplicar por la eternidad.

Es vacío y nada, la duermevela de lo incierto, el gozo de lo desconocido, la pasión de lo posible, la ciencia de lo cercano, el sudor del sexo, el lapso en una copa de cristal, el hilo que se rompe, lo salado de las lágrimas, el desenlace de los sueños, un beso en la entrepierna, cabello entre tus manos, es apilar los segundos, cuál monedas, en recuerdos que se cuentan en noches de insomnio, soledad y decadencia.

Amor es saber que a pesar de todo, aun sabiendo que puede hacerlo, crees que lo pensará dos veces antes de intentarlo siquiera. Porque no siempre alguien te da el poder para destruir, pero cuando te lo dan, es porque sabes que has amado de la misma manera en la que te han amado.

Y cuando destruyes, es porque ese mismo amor te ha consumido, dejando solo cenizas, hielo e historias rotas.

Comedia de (des)amor número 4

Róbame el aliento.
Ese que se ha quedado a un instante de acariciar tus labios, asfixiándome debajo de las repisas, donde el polvo se acumula junto al cabello que dejaste.

Róbame los sueños.
Que no dejan de aparecer después de unas copas y sexo sin sentido. Porque alimentan mis demonios, aquellos que solo tú sabias que existían. Pero no me enseñaste como encerrarlos, para poder olvidarlos junto a las velas que queman poco a poco tu reflejo.

Róbame el tiempo.
Los días diecinueve, noviembre y los viajes en autobús. Llévatelos, junto a las iniciales, las canciones, las madrugadas y los cafés a medio tomar. No olvides nada, haz lo que quieras con ellos, quémalos, destrúyelos y entiérralos en lo más profundo de un corazón lleno de lodo, azúcar y pasión.

Róbame el tacto.
Que todos los días se arrancan las uñas para no buscarte, que mueren a cada día por poder volver a tocar tu piel llena de perfección suicida, arrastrándose a cada minuto, interminable agonía olvidada dentro de vasos rotos, tequila barato y baños sucios.

Róbame el alma.
Que nunca fue mía, ni de nadie más. Porque está rota, repleta de quemaduras de cigarro y besos, allá donde no sabía que se podía entrar. Un pedazo de esencia que suplica un día más, una noche más, una caricia más, una vida más.

Róbame la muerte.
Que es lo único que me queda para darte, entre calles desiertas, autos y camiones, que pasan sin saber que son el único consuelo que tengo, cuando mi existencia se arrastra esperando poder volver a volar sobre tu vientre, acariciando tus rodillas y llorando dentro.