No todos los ángeles vienen del cielo

El día se mostraba somnoliento. La temperatura estaba varios grados por encima de lo habitual, en esa ciudad acostumbrada a los vientos fríos, por lo que la gente dormitaba, ya sea en sus casas o negocios. Las calles se mostraban vacías, con ocasionales carros deambulando, queriendo llegar lo antes posible a su destino, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Era un día perfecto para matar. 

Sentado bajo la sombra de un árbol, un hombre encendía su sexto cigarrillo del día. No tenía prisa. Esperaba el momento perfecto. No había porque apresurar las cosas. Ya antes lo había hecho y estuvo a nada de que lo descubrieran. Pero era inteligente, había aprendido de sus errores y el más importante era que no debía forzar nada. Si se daba la oportunidad, atacaba. Si no, siempre podía regresar al día siguiente, en una semana o el próximo mes. Al final de cuentas cazaba por diversión, no por traumas infantiles, odios reprimidos o alguna otra basura psicoanalítica. Así era, así siempre había sido y si de algo se podía arrepentir, es que lo había reprimido durante mucho tiempo. 

Aún recordaba la primera vez que había matado a alguien. Tenía 21 años. La idea le había estado rondando la cabeza durante un tiempo, pero aún no se atrevía a nada. Quizá fuera miedo, quizá fuera incertidumbre, pero siempre al último momento se acobardaba. Pero ese día, las cosas salieron tan perfectas, que pareciera que un ente maligno hubiera acomodado las cosas justo para él. Se había ido a tomar unas cervezas a un bar que frecuentaba, donde la camarera siempre le había parecido hermosa. Y ella, tal vez por ganar un poco más en las propinas o simplemente porque deberás le gustaba, le sonreía de más, le llenaba el tarro en cuanto se vaciaba o le rozaba la mano al recoger la cuenta. Así que, después de pedir la tercera ronda, le pregunto su nombre y si le podía dar su número. La chica se sonrojó y discretamente escribió algo en una servilleta, se la paso y dando media vuelta se alejó. “Alicia, 771 145 99 56, salgo a las 2 ♥”. Tomo la servilleta y con una sonrisa en la cara, pensó para sí mismo, hoy es el día. Pidió otras dos cervezas para no levantar sospechas y después de pagar, salió. Había leído en algún lado que nunca se debe de salir con la víctima, ya que es muy fácil que alguien los vea y puedan reconocerte. Comenzaba a llover. Un punto más a su favor, ya que la gente que pudiera estar en la calle se iría rápido, sin prestar atención a nada. 

Alicia salió del bar diez minutos después de las dos. Se paró en la entrada, volteo para ambos lados de la acera y saco su celular. Se veía un poco decepcionada. Pero eso era lo que él buscaba. El pedirle el número no era porque quisiera llamarle, eso dejaría pruebas. Lo que realmente quería era hacerle pensar que la llamaría, para que de esa manera no hiciera planes con nadie más. Así, se quedaría esperando una llamada que no llegaría y se iría. Sola. Y tal como lo había previsto, Alicia se encaminó, bajo una lluvia que arreciaba, a la soledad de la noche.

Dejo que pasaran unas cuantas cuadras, para no levantar sospechas. La seguía a una distancia prudente, lo justo para no perderla de vista, pero no tanto como para que le sacara una ventaja significativa. Caminaron unos diez minutos y, justo cuando ella estaba por doblar la esquina, le grito. Ella volteo sobresaltada, pero al momento de reconocerlo, su cara se iluminó. Se acercó corriendo mientras ella, bajo la lluvia, esperaba pacientemente su muerte.

Paso todo en cámara lenta. Cuando la tuvo enfrente, sin mediar palabra, saco una navaja -regalo de su padre- y con un movimiento certero de izquierda a derecha, le rebano el cuello. No habían pasado ni cinco segundos. Ella se llevó las manos a la herida, tratando de frenar lo irremediable. Cayo de rodillas y volteo la vista. Era un mar de emociones. Dolor, sorpresa, miedo. Terror. Abrió la boca para gritar, pero de su garganta solo salió un quejido ahogado y una bocanada de sangre. Y ahí estaba él, viendo todo, disfrutando cada segundo. No había nada más que hacer. Se dio media vuelta, saco la servilleta de su bolsillo y la tiro, junto a ella, quien para ese momento ya estaba tirada, pintando los charcos de rojo, desangrándose.

El recuerdo le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda. Había sido perfecto y él lo sabía. Después de esa vez, se había vuelto un poco imprudente, arriesgado, orgulloso. Eso había hecho que su retrato hablado ya estuviera circulando en las estaciones de policía, pero, a pesar de todo, seguía impune. Es que, era tan bueno cazando, había nacido para eso, que incluso después de sus errores no habían podido dar con él. Incluso se daba el lujo de llevar una vida normal, sin ocultarse ni tomar mayores precauciones. Era el mejor en su oficio y él lo sabía.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos súbitamente. Una mujer de extrema belleza caminaba por la calle desierta. El vestido corto y holgado, dejaba ver un escote pronunciado, unas piernas torneadas y una cintura delgada. Era lo más cercano a un ángel que había visto en su vida. La siguió con la mirada embelesado. Y ella, que también lo había visto, le regalo una sonrisa altiva y desviando la mirada, continúo su camino, sabiéndose deseada.

Para él había sido una revelación. Nunca había sentido nada por nadie, claro que había estado con mujeres antes, pero era solo para satisfacer una necesidad fisiológica. El amor era algo de lo cual se mofaba, pero esa tarde había caído ante aquello que le provocaba risa. La vio alejarse a la distancia. Estaba hipnotizado. Incluso no podía moverse minutos después de perderla. Tan tonto como suena, pero era amor a primera vista.

Después de reponerse, salió corriendo tras ella. No quería matarla ni mucho menos. Quería conquistarla. Pero no la encontró. Recorrió las calles unas tras otra, buscando algún indicio de esa mujer que acaba de robarle el corazón. Incluso le pregunto a las pocas personas que se cruzaban con él, pero nadie le pudo dar razón, no la habían visto. Sus esfuerzos fueron en vano.

Paso los siguientes días en el mismo lugar, durante horas, esperando que apareciera de nuevo. Si antes esperaba una presa, ahora solo quería verla otra vez. Su mente no podía olvidar a esa Diosa, bajada desde el mismo cielo, hasta su propio infierno. Tenía tatuado en la memoria el recuerdo del vestido floreado, bailando al compás de unas caderas que volverían loco a cualquiera. Los días se convertían en semanas y las semanas en meses. Ahí estaba él, cual fiel feligrés que oye el sonido de las campanas llamando a misa, durante la tarde, esperando a su amada. Creció su cabello y su barba, era tal su devoción, que no quería perder tiempo en esas nimiedades. Si no fuera porque tenía que comer, hubiera dejado de trabajar, solo para estar esperando todo el día si fuera preciso. Y al llegar la noche, se iba cabizbajo a su casa, con la tristeza oprimiendo su corazón y la esperanza de poder verla al día siguiente.

Y así paso el tiempo, viviendo una vida que ya no le pertenecía. Aquella bella mujer lo había matado esa tarde, tarde que añoraba lejana y difusa. Había olvidado su propósito y su razón de ser. Cada vez estaba más loco de amor, amor no correspondido, ni siquiera declarado. Hubiera preferido mil veces el rechazo, porque de esa manera por lo menos la habría vuelto a ver. Pero no. Nunca más la vio de nuevo, incluso muchas veces se preguntaba si no la habría imaginado. Pero en las noches de insomnio, la veía claramente en los pequeños lapsos donde lograba conciliar el sueño. Era imposible que la hubiera imaginado, no tenía la capacidad para poder siquiera fantasear con tanta perfección hecha mujer. Su cabello negro, lacio, hermoso. Esos labios a media sonrisa, rojos y carnosos. La nariz en punta, los pechos firmes, unas cuantas pecas. Era una agonía poder verla tan fielmente en la duermevela. Solo alimentaba un amor que carcomía su alma y mutilaba sus pensamientos.

Hasta que un día, pasados ya varios años, completamente irreconocible, demacrado y vagabundo, mientras caminaba por entre las avenidas pidiendo unas monedas en los altos de los semáforos, la vio. Era ella, la misma, no había cambiado nada. Incluso le pareció ver el mismo vestido aquel, floreado y ceñido. Con la mirada fija, los ojos desorbitados y los brazos extendidos, corrió lo mejor que pudo hacia el auto que la llevaba como copiloto. No se fijó que la luz había cambiado y que un conductor novato no supo cómo detenerse ante aquel mendigo que estaba fuera de sí.

El golpe fue seco, centrado y fulminante. Voló por sobre el capó y su cabeza se estrelló contra el parabrisas, rompiéndolo, al igual que su cráneo. Por fin la había visto de nuevo, solo para encontrar la muerte a escasos metros de ella. Dios es un sádico que juega a los dados con el destino y eso quedó demostrado esa tarde. Los carros se detuvieron y poco a poco la gente rodeo el cuerpo, que jadeaba el final de su existencia. De entre toda la multitud, una silueta sobresalió. Era ella, sonriendo, somo si se supiera culpable de ese caos de amor y metal humeante. Le regalo una última mirada, antes de que el último rastro de aire escapara de sus pulmones y después de verlo morir, giro sobre sus talones y sin volver la vista atrás, subió al auto con su acompañante, tomo su celular y se enfilaron por la avenida, perdiéndose por entre las calles de una ciudad muda, que conoce todos los secretos, pero no se atreve a revelar ninguno.
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