Hace tiempo, había seis amigos que desde pequeños solían hacer todo juntos. Crecieron juntos y se divirtieron juntos. Comían juntos y se enamoraron juntos. Estos inseparables eran Gerardo de veinte años y Ana, con diecinueve; Alejandro, quien acababa de cumplir también veinte, al igual que Andrea; Juanito, el más chico, con solo ocho años. El último, José, debería tener veintidós, pero él, al cumplir catorce años un buen día desapareció. Todos sabían que los negocios de su padre lo obligaban a viajar constantemente y no era raro no verlo durante varios meses. Y desde entonces, nunca más volvieron a saber de él.
A este grupo los unía la misma causa y también la respuesta al porqué eran inseparables. Sus padres, a efectos prácticos, pertenecían a una sociedad secreta dentro del mundo de la mafia. Asesinos, narcotraficantes, miembros de mundo de hampa, quienes se había juntado y creado la sociedad de "Los Calavera". Esta sociedad se reunía el tercer sábado de cada mes, en una propiedad creada específicamente para este fin a las afueras de la ciudad, rodeada de decenas de hectáreas de pinos y otros árboles, además de un lago artificial, donde todo estaba cuidadosamente pensado para que ningún curioso diera con la hacienda por azar.
En cada reunión de la sociedad era común ver cada diez metros un guardaespaldas, apostado en algún lugar del vasto jardín que rodeaba la casa. Un jardín lleno de flores silvestres, rosales, margaritas, tulipanes, claveles y pequeños árboles frondosos que mantenían la propiedad sumida en bellos claroscuros. Desde la entrada y hasta el último rincón, una vereda de piedras lisas marcaba el camino, con bancas cada ciertos pasos y farolas a media luz. Era un lugar muy hermoso para jugar y distraerse, molestar a los guardaespaldas y así paso el tiempo hasta que, cuando la edad fue suficiente, dar sus primeros besos.
Dentro de todo el jardín, solo había una sección que no era accesible, tapiada por largas rejas al norte y sur, cerradas por una gruesa cadena. Este espacio, de unos siete por quince metros, tenía en medio una fuente de la cual siempre emanaba agua dorada, como si fuera una cascada de oro. Era en esta parte donde se hacía la iniciación a los nuevos miembros, con un bautizo simbólico que se realizaba cuando cumplían veintiún años.
De esta fuente se decían muchas cosas, entre las que destacaba que daba inmunidad a la policía y protección de los enemigos, fortuna en los proyectos venideros y buena suerte en los momentos de incertidumbre. Pero también tenía su lado oscuro, ya que si alguien que no tuviera los veintiún años tocaba le agua, atraería mala suerte a su familia y a la persona, pasarían penurias y moriría de manera horrible. Y con esa advertencia, los seis crecieron, siempre fascinados por la leyenda, temerosos y curiosos, ansiando el día de poder tener su iniciación. Hasta que un día, todo cambio.
Gerardo se había emparejado con Ana y Alejandro con Andrea. Juanito, al ser el más chico, siempre los obligaba a hacer cosas de niños, jugar a las escondidas y molestar a los guardias, juegos infantiles que ellos ya habían dejado atrás. Pero, al ser las reuniones largas y sin mucho que hacer ahí, terminaban haciendo lo que el pequeño decía.
Una noche, donde la luz de la luna era más opaca que de costumbre, Juanito salió con un juego nuevo. Deberían atraer a la mayoría de los guardias a la entrada principal, de manera que la mayor parte de jardín se quedará solo y después, se esconderían en el mismo lugar los cinco hasta que la reunión terminara. Cuando sus padres no los encontraran, mandarían a los guardias a buscarlos y, de esa manera, llevar el juego de las escondidas a un nuevo nivel.
Los cuatro mayores, conocedores del jardín y sus secretos, accedieron entusiasmados a la idea, ya que implicaba salir de la rutina. Habían descubierto una manera de salir del jardín sin ser vistos y lo habían ocultado tan bien que al paso del tiempo seguía igual. Salieron los mayores por ahí, al bosque, diciéndole a Juanito que se quedara en el jardín buscando el mejor lugar donde esconderse y así, de esa manera tampoco lo exponían a que se perdiera en la noche. Acordaron regresar y encontrarse en la reja norte de la fuente, para que Juanito los guiara al escondite cuando ellos hubieran atraído a los guardias.
Idearon un plan y lo pusieron en práctica. Gerardo y Alejandro, armados con piedras empezaron a tirar los proyectiles al camino, cada vez más cerca del portón. Ana y Andrea, con las lámparas de sus celulares, se alejaban y acercaban, perdidas en el bosque, en un baile de luces y sombras.
Pocos minutos después, las luces de la entrada se encendieron y comenzaron a salir uno a uno los guardias. El plan daba resultado. Ahora, para el final, en la parte más alejada donde aún pudiera verse la puerta, las dos mujeres se pusieron en paralelo, simulando un auto que se acercaba, mientras los muchachos hacían ruidos con las piedras, llamando a atención.
Al ver que los escoltas se acercaban, rápidamente desaparecieron en el bosque, dejándolos cautelosos y desconcertados.
Volvieron entre risas y jadeos al jardín, a encontrarse con Juanito, para llevar a cabo la segunda parte del juego. Lo buscaron donde habían quedado, pero no lo vieron. Dieron una vuelta más, pensando que aún no había encontrado un buen lugar o que quizá el mismo se había escondido de ellos, en su inmadurez de niño. Pero no era así. Gerardo fue quien lo vio. El niño había escalado la reja y se encontraba metido en el área donde estaba la fuente. Con una sonrisa de oreja a oreja, les hacía señas, para que se metieran. Tenía el lugar perfecto, donde les costaría a todos encontrarlos, la parte más obvia y a la vez la más improbable, ya que nunca nadie lo había hecho. Era el plan perfecto.
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José se había mudado a un pueblo pequeño, lejos de las grandes ciudades. Su padre era buscado tanto por la policía como por sus enemigos, al haber faltado en diferentes ocasiones a su palabra y romper el código más importante: La traición. Por ese motivo, tenía que vivir alejado y oculto, recordando a sus amigos y sintiendo crecer en el un resentimiento por estar solo, mientras ellos seguían juntos.
Gracias a su situación, no podía salir o hacer amigos y las únicas personas con las que convivía eran personas de baja moral y sin escrúpulos, quienes desde muy joven le enseñaron el arte de la daga y llenaron su cabeza de historias de asesinato y felonías. A los quince años ya había cometido su primer delito y a los dieciocho ya era un asesino en toda regla, conocedor del engaño y el odio. No pasó mucho tiempo para que su padre fuera asesinado en una emboscada y él se quedó como único dueño y señor del negocio, a la edad veintiún años.
En cuanto tuvo oportunidad y por fin libre de los pecados de su padre, decido regresar a la ciudad que lo vio nacer. Reencontrase con sus viejos amigos y volver a entablar comunicación en un intento de alejar ese rencor infundado que había albergado durante ese tiempo. Pero, la vida le había enseñado a ser cauteloso y calculador. Así que en vez organizar un encuentro alegre, optó por espiarlos, a la distancia, intentar descubrir sus puntos débiles y protegerse en caso de que no fuera lo que antaño.
Pasó seis meses espiándolos, viendo cómo eran felices, como salían y se divertían, como la vida era buena con ellos. No se escondían, al contrario, salían y tenían amigos, vida social y grandes oportunidades, cosas que él añoraba y envidiaba de cada uno de ellos. Vio cómo las parejas salían en citas dobles o como las niñas que él había conocido se habían convertido en mujeres hermosas y encontraban pareja en aquellos que alguna vez llamó amigos. Se reprochó el hecho de que él no tuviera a nadie y maldijo el día que se lo llevaron, pensando en todo lo que hubiera sido. Hubiera tenido una novia, hubiera tenido amigos, hubiera vivido. Pero no, era un marginado, endurecido y con un gran odio que jamás había experimentado.
Eran las dos caras de la moneda, lo que fue y lo que pudo ser, lo que era y lo que nunca más sería. Y él estaba del otro lado.
Esto se había convertido en algo personal. Y solo había una manera de inclinar la balanza, de que él fuera por única ocasión el ganador, el que se llevara la gloria. Decidió matarlos. Si no tenía lo que ellos, entonces ellos tampoco lo tendrían, de esa manera todos estarían en igualdad de condiciones. Y tenía que hacerlo él, no podía confiar en nadie más la tarea, esto se acababa como inicio, siendo ellos los únicos seis, sin terceros que no tenían nada que ver en esta historia.
Y así, un día, apareció en el camino que daba a la hacienda. Sabía de memoria el camino y era el único lugar donde podría encontrarlos en desventaja, mientras sus padres estaban en su servicio y los guardaespaldas estaba más preocupados por lo que pasara afuera que adentro. Conocía el hueco en la pared del jardín ya había sido el quien lo había descubierto.
Solo necesitaba encontrar el momento perfecto para atacar.
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Gerardo se puso pálido al ver a Juanito dentro del lugar prohibido. Había crecido con las leyendas acerca de la fuente y creía firmemente en ellas. Su primer instinto fue gritar, pero alertaría a todos los que estaba dentro y las consecuencias podrían ser peores, así que mejor optó por que el problema lo solucionaran ellos. De un jalón atrajo a Alejandro y le mostró dónde estaba el niño. Le explico que no podían involucrar a nadie más y que lo mejor es que ellos lo sacaran, sin que nadie se enterara. Para este punto las chicas ya se habían dado cuenta y rápidamente fungieron como vigilantes, cada una cubriendo una reja, para que en caso de que vieran algo, poder avisarles con tiempo. De esta manera, con los roles establecidos, los muchachos brincaron a la fuente.
José parqueó el carro a la entrada del camino. Sabía que habría gente cuidando y quería pasar desapercibido lo más posible. Caminó por entre los árboles, al cobijo de la noche. Conocía el bosque como la palma de su mano y podría haberlo recorrido con los ojos cerrados. Estaba por llegar al último tramo, cuando vio una serie de luces prenderse y apagarse, por entre los pinos del lugar. Rápidamente se escondió, pensando que algo lo había delatado y que lo estaban buscando. Se quedó inmóvil, observando la situación. Al poco tiempo vio acercarse una silueta, femenina. Prendía y apagaba la luz de su celular e inmediatamente identifico de quien se trataba. Era Ana. Pensó en atacarla ahí mismo, pero del otro lado del camino, otra luz se hacía visible, de la misma manera que la anterior. Así que no movió un músculo. Vio cómo se paraban en la carretera y simulaban las intermitentes de un auto, mientras sus dos amigos se acercaban a ellas y acto seguido, después de lanzar unas piedras a la nada, echaban a correr por entre el bosque.
A lo lejos, sus ojos se posaron en los guardaespaldas que salían uno a uno, y comenzaban a buscar por todos lados, pistola en mano. Y en un momento de lucidez, entendió lo que pasaba. Los muchachos hacían salir a los escoltas, por algún motivo que se le escapaba. Solo sabía que las cosas se ponían de su lado y ahora el juego era el de un cazador y su presa.
El momento que había esperado se mostraba ante él, casi sin esfuerzo. Era como si un Dios sádico observara desde su trono y le diera una ventaja, en un deseo de acelerar las cosas y llevarlas hasta el final. Era ahora o nunca.
El par de amigos sintieron un escalofrío al entrar a ese lugar. Era mágico y tenebroso, estaba bien y mal, siempre habían deseado entrar y conocer el único lugar que jamás habían pisado, pero al mismo tiempo se sentían aterrados por lo que pudiera pasar. Era un sentimiento similar al de abrir los regalos un día antes de navidad, sabes que está mal, pero al mismo tiempo, las ganas de saber si lo que esperaste todo el año era lo que te iban a dar, te hacía hacerlo.
Juanito los vio acercarse y metió las manos de lleno en el agua y amenazo con empaparlos. La fuente estaba rodeada por un círculo de cedros y, entre cada uno de ellos, la obscuridad era tal que fácilmente podrían pasar toda la noche escondidos, sin que nadie los viera. En su mente no alcazaba a comprender la magnitud de su actuar. Y al verlos cerca, en un movimiento rápido, volvió a meter las manos al agua, pero estaba vez cumplió su amenaza y los mojó de pies a cabeza.
José entró por el mismo hueco donde minutos antes habían entrado los cuatro. Permaneció a la sombra, detrás de ellos, viendo por entre los rosales que crecían de manera caprichosa. Los siguió y observo la situación, desde el momento en que descubrían a Juanito hasta el brinco a la fuente y como se separaban las chicas, dejando una a cada lado del área prohibida. Solas.
No fue difícil identificar a quien atacaría primero. La más distraída era Ana, quien estaba más pendiente de lo que pasaba dentro de las rejas que afuera. La asaltó por atrás y en un movimiento rápido, le corto el cuello, mientras que con la otra mano le tapaba la boca. Su cuerpo comenzó a convulsionarse en espasmos violentos, mientras la sangre brotaba de su cuerpo. En cuestión de segundos había perdido toda capacidad de sostenerse por sí misma y se desvaneció. José la arrastro por entre el camino de piedra, dejando un rastro de líquido, que, a la luz de la luna, había adquirido un hermoso tono plateado.
La oculto detrás de un arbusto, dejando a su amiga desangrándose hasta la muerte.
—¡Juan! Ven para acá —le susurro Alejandro cuando estuvo lo suficientemente cerca. —Sabes que tenemos prohibido entrar aquí.
—¡Pero miren, es el lugar perfecto! Nadie nunca nos encontrará aquí —le replico Juanito.
—No estamos jugando Juan, esto no está bien, nos puede traer muchos problemas si se enteran —le regaño Gerardo. —Conoces muy bien las consecuencias de entrar aquí y más si tocas el agua.
—Pero es solo agua, no pasa nada. No me digan que creen en esas historias. Ya ni yo que soy mucho más chico que ustedes creo en eso.
Los dos mayores entendieron que no había argumento que le hiciera cambiar de opinión. Sí, pudieran ser leyendas, pero estaban por algo y no merecía la pena perder más tiempo discutiendo algo que ni ellos mismos entendían. Así que lo tomaron por las axilas y tapándole la boca, lo llevaron a la reja. Sería difícil subirlo, pero con una de las chicas del otro lado, sería un poco menos complicado. Se acercaron a la reja del sur, donde se supone que Ana estaría, pero no la vieron por ningún lado. No había tiempo que perder y en vez de buscarla, dieron la vuelta y se dirigieron hacia el otro lado.
José vio la discusión que Gerardo y Alejandro tenían con Juanito y se volvió del otro lado del lugar. La situación, con los guardias fuera de lugar, apremiaba. Tenía que aprovechar la oportunidad.
Andrea estaba más alerta, viendo para ambos lados de manera rítmica. No sería fácil pasar desapercibido por ella. Se le ocurrió algo. Aventó una piedra, pequeña, cerca de los pies de ella. Eso la sobresalto, poniéndola nerviosa. Con la mirada alerta, vio por el pasillo, pero no alcanzo a distinguir nada. José quería acercarla a donde no hubiera luz. Agitó un arbusto y esto hizo que ella diera unos pasos hacia la dirección de donde provenían. De manera cautelosa, se iba acercando poco a poco, mientras los ruidos del arbusto se hacían más intensos. Cuando estuvo lo suficientemente cubierta por las sombras, ahogo un grito al reconocer a José, quien la veía frente a frente.
José le clavo el puñal en los ojos y en la cara, en repetidas ocasiones, mientras la arrastraba hacia la obscuridad de la noche.
Los muchachos llegaron al otro lado, pero tampoco vieron a Andrea. Se les acababa el tiempo y las opciones. No entendía que estaba pensando, pero sabían que algo no estaba bien. Ellas no los hubieran dejado solos. Era muy raro todo aquello. Pero quizá había una explicación. Tal vez habían visto algo y para que no los descubrieran, habían atraído la atención de ellos hacia otro lado. Pero ahora necesitaban la fuerza de los cuatro. Alejandro fue el indicado. Salto la reja y salió a buscar a las mujeres.
Matar a Alejandro fue fácil. Al terminar de apuñar a Andrea, vio como el otro saltaba y pasaba de largo de donde estaba. Espero que avanzara unos cuantos metros y brincó sobre él. El otro quiso voltear, pero lo tenía dominado. Al igual que a Ana, le rebano la garganta, en un corte limpio y de lado a lado. Sabía que no tenía mucho tiempo, habían pasado cinco minutos desde que entró al jardín y ya no se molestó en ocultar el cuerpo. Lo dejo ahí, en la vereda, en un charco de su propia sangre, que llenaba los espacios por entre las baldosas y encontraba camino hasta los tulipanes.
Los guardias empezaban a regresar, después de haber buscado lo necesario para darse cuenta de que solo había sido una broma. José escuchó el murmullo de las voces y se dio prisa. Rodeo el jardín, para poder encontrase de espaldas a Gerardo.
Gerardo seguía buscando con la mirada, esperando que alguien se acercara. Juanito ya no sonreía, veía la preocupación en los ojos de su amigo y empezaba a entender que algo no iba bien. Intento disculparse, pero una voz detrás de ellos le heló el cuerpo.
—Hola, Gerardo.
Gerardo se volteó con un susto indescriptible. Después de lo que había pasado los últimos minutos, todo era posible. Su cara era una sinfonía de emociones. Miedo, curiosidad, asombro, una mirada cautelosa e, incluso, alivio al reconocer la voz de su amigo, aquel que hace ocho años no veía.
—¿José? ¿Eres tú?
—Soy yo.
—¿Qué haces aquí? Hace tanto tiempo que no se nada de ti.
—Así es, han pasado ocho años desde que me fui. ¿Cómo has estado?
Esa plática banal no tenía sentido. No tenía sentido que José estuviera ahí, que se mostrara tan calmado, que no mostrara ninguna emoción. No tenía sentido que sus amigos no aparecieran, así como tampoco tenía sentido las manchas obscuras que se vislumbraban en la ropa de aquel. Tardo unos segundos en ver el cuchillo que blandía su mano e, hilando ideas, descubrió que era sangre lo que empapaba a su amigo.
—Bien, muy bien, ¿y tú? Se ve que has estado ocupado —le respondió, en un intento de ganar tiempo
—De haber sabido que vendrías, hubiéramos organizado algo con todos. No los has visto, ¿o sí?
Instintivamente se puso delante de Juanito, quedando frente a frente. José era más grande que él y aunque sabía que el otro estaba armado, era necesario arriesgarse.
José por su parte, evaluaba la situación. Tenía que actuar rápido si quería terminar con los dos ahí, sin mayores problemas y quizá podría incluso escapar antes de que nadie se diera cuenta. Dio un par de pasos, acercándose cauteloso, listo para atacar. Era obvio que primero tendría que matar a Gerardo, Juanito era una presa fácil.
—Si, los he visto —confesó.
—Oh que bien. ¿Y dónde están?
—No te preocupes por ellos, ya los verás. Mientras, porque no me das un abrazo, hace mucho que quería verte.
José se había acercado lo suficiente para dar el primer golpe. De un movimiento rápido, le rebano la barriga de derecha a izquierda, sin llegar a perforar, solo rasgando la superficie. Gerardo se había echado para atrás, esquivando en cierta manera el puñal.
—No te resistas amigo, sabes en qué acabará esto.
Gerardo se aventó hacia adelante, empujándolo. Un derechazo hizo mella en el costado de José, mientras que con la izquierda intentaba detener la derecha de aquel, que ya se movía para contraatacar. La detuvo apenas, sintiendo el frío de la navaja contra su piel.
—Espera, ¿por qué? ¿Qué te hicimos? Nunca supimos dónde estabas, jamás intentaste comunicarte con alguno de nosotros.
—Ya no importa, nada más importa.
José estaba perdiendo tiempo. En cualquier momento alguien los vería y sabía que los guardaespaldas primero disparan y después preguntan. Se abalanzó sobre Gerardo, intentando que su peso lo doblegara. De reojo vio como Juanito escalaba la reja, alejándose de todo aquello.
Gerardo por su parte, puso toda la fuerza en sus pies, para no caerse. Sabía que una vez en el suelo, estaba perdido. Seguía dando golpes con la derecha, mientras la otra mano detenía ferozmente la de su atacante.
Los golpes que recibía José cada vez le hacían más daño. Cambio de estrategia, en vez de confiar en su peso, uso el de su contrincante contra él. Se hizo un poco para atrás, aflojando la presión y Gerardo perdió el equilibrio.
Gerardo se fue de bruces contra el suelo. Al momento de golpear su mentón contra la tierra, supo que ya no tenía mucha oportunidad. Un grito de ayuda salió de su garganta, en un intento desesperado de que alguien lo escuchara. Grito nuevamente, más apagado, mientras poco a poco iba perdiendo el conocimiento conforme su cuello y espalda eran frenéticamente apuñalados.
El grito de ayuda fue escuchado por un grupo de guardias que platicaban en una banca. De inmediato desenfundaron sus armas, mientras se separaban en dos grupos, intentando identificar de donde provenía el ruido. Al segundo grito, reconocieron que venía de la fuente y corrieron hacia allá.
Por entre los barrotes de la reja vieron como un hombre asestaba cuchilladas sobre alguien más. Sin medir palabra, lo acribillaron, matándolo en el acto.
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Los miembros de la secta salieron en tropel a ver que pasaba. Los disparos habían roto el silencio de la noche e inmediatamente corrieron a donde se habían perpetrado. Vieron con horror que había dos cuerpos, uno encima del otro, en donde estaba la fuente y con violencia comenzaron a reclamar, gritar y hacer preguntas. Abrieron los candados que mantenía cerrada la reja y descubrieron quienes eran.
Mandaron a los guardias a buscar a los demás muchachos y uno a uno, fueron descubriendo los cadáveres. No lo podían creer. Nadie, en todo ese tiempo, había descubierto donde estaba la hacienda. Los guardias se mostraban confundidos y escépticos, ya que todo había pasado bajo sus narices. El padre de Andrea reconoció a José y atando cabos, se dieron una idea muy general de lo que pasó. Solo uno no estaba dentro de los muertos. Era Juanito. Solo él podría dar más luz sobre aquella situación. Armaron grupos y peinaron el jardín, luego el camino -donde encontraron el carro de José, pero ni rastro de Juanito- y por el último el bosque. El alba comenzaba a despuntar.
Uno de los guardias fue el lago, a refrescarse la cara. Toda la noche en vela, buscando, le empezaba a pasar factura y no quería que lo vieran bostezar, dada la situación. Y el agua casi helada le dio un subidón de adrenalina.
Mientras se quitaba el agua del rostro, un pequeño bulto que flotaba llamó su atención. Estaba a unos doce metros de la orilla. Cogió una piedra y la lanzó, haciendo tino en su objetivo. La piedra rebotó y se hundió. Esto hizo que girara un poco, solo lo suficiente como para darse cuenta de que era aquello.
Juanito se había ahogado. Cuando saltó la reja, corrió y paso por el hueco en la pared, saliendo del jardín. Pensó en esconderse en el bosque, ahí no lo encontraría José. Pero al correr por la orilla del lago, se tropezó y golpeo la cabeza, desmayándose ahí mismo. La marea de la madrugada lo alcanzo y conforme se hacía más fuerte, lo arrastro adentro, llevándolo a su muerte.
Y mientras tanto, de la fuente seguía manando agua dorada, hermosa y cautivante, como si de una cascada de oro se tratase.