Entradas

Mostrando las entradas de octubre, 2020

Dios en tiempos de pandemia



Dios le dijo a Noé:

La humanidad ha sobrepasado el límite de lo absurdo. Voy a acabar con ella, para que nazcan hijos e hijas que me adoren. Así que construirás una campaña en redes sociales, en contra de las nuevas plagas que voy a desatar. Lo gritarás por todos lados, que se escuche mi palabra hasta el último rincón del mundo. Condenarás el uso del cubrebocas y satanizarás el alcohol en gel. No habrá distancia entre las personas que se oponga a mi voluntad. De esa manera, morirán alabándome, arrepentidos de sus pecados, para que tengan una oportunidad de salvarse del fuego eterno.

Y Noé -quien era un fanático religioso- lo hizo.

La fuente en el jardín de Los Calavera

Hace tiempo, había seis amigos que desde pequeños solían hacer todo juntos. Crecieron juntos y se divirtieron juntos. Comían juntos y se enamoraron juntos. Estos inseparables eran Gerardo de veinte años y Ana, con diecinueve; Alejandro, quien acababa de cumplir también veinte, al igual que Andrea; Juanito, el más chico, con solo ocho años. El último, José, debería tener veintidós, pero él, al cumplir catorce años un buen día desapareció. Todos sabían que los negocios de su padre lo obligaban a viajar constantemente y no era raro no verlo durante varios meses. Y desde entonces, nunca más volvieron a saber de él.

A este grupo los unía la misma causa y también la respuesta al porqué eran inseparables. Sus padres, a efectos prácticos, pertenecían a una sociedad secreta dentro del mundo de la mafia. Asesinos, narcotraficantes, miembros de mundo de hampa, quienes se había juntado y creado la sociedad de "Los Calavera". Esta sociedad se reunía el tercer sábado de cada mes, en una propiedad creada específicamente para este fin a las afueras de la ciudad, rodeada de decenas de hectáreas de pinos y otros árboles, además de un lago artificial, donde todo estaba cuidadosamente pensado para que ningún curioso diera con la hacienda por azar.

En cada reunión de la sociedad era común ver cada diez metros un guardaespaldas, apostado en algún lugar del vasto jardín que rodeaba la casa. Un jardín lleno de flores silvestres, rosales, margaritas, tulipanes, claveles y pequeños árboles frondosos que mantenían la propiedad sumida en bellos claroscuros. Desde la entrada y hasta el último rincón, una vereda de piedras lisas marcaba el camino, con bancas cada ciertos pasos y farolas a media luz. Era un lugar muy hermoso para jugar y distraerse, molestar a los guardaespaldas y así paso el tiempo hasta que, cuando la edad fue suficiente, dar sus primeros besos.

Dentro de todo el jardín, solo había una sección que no era accesible, tapiada por largas rejas al norte y sur, cerradas por una gruesa cadena. Este espacio, de unos siete por quince metros, tenía en medio una fuente de la cual siempre emanaba agua dorada, como si fuera una cascada de oro. Era en esta parte donde se hacía la iniciación a los nuevos miembros, con un bautizo simbólico que se realizaba cuando cumplían veintiún años.

De esta fuente se decían muchas cosas, entre las que destacaba que daba inmunidad a la policía y protección de los enemigos, fortuna en los proyectos venideros y buena suerte en los momentos de incertidumbre. Pero también tenía su lado oscuro, ya que si alguien que no tuviera los veintiún años tocaba le agua, atraería mala suerte a su familia y a la persona, pasarían penurias y moriría de manera horrible. Y con esa advertencia, los seis crecieron, siempre fascinados por la leyenda, temerosos y curiosos, ansiando el día de poder tener su iniciación. Hasta que un día, todo cambio.

Gerardo se había emparejado con Ana y Alejandro con Andrea. Juanito, al ser el más chico, siempre los obligaba a hacer cosas de niños, jugar a las escondidas y molestar a los guardias, juegos infantiles que ellos ya habían dejado atrás. Pero, al ser las reuniones largas y sin mucho que hacer ahí, terminaban haciendo lo que el pequeño decía.

Una noche, donde la luz de la luna era más opaca que de costumbre, Juanito salió con un juego nuevo. Deberían atraer a la mayoría de los guardias a la entrada principal, de manera que la mayor parte de jardín se quedará solo y después, se esconderían en el mismo lugar los cinco hasta que la reunión terminara. Cuando sus padres no los encontraran, mandarían a los guardias a buscarlos y, de esa manera, llevar el juego de las escondidas a un nuevo nivel.

Los cuatro mayores, conocedores del jardín y sus secretos, accedieron entusiasmados a la idea, ya que implicaba salir de la rutina. Habían descubierto una manera de salir del jardín sin ser vistos y lo habían ocultado tan bien que al paso del tiempo seguía igual. Salieron los mayores por ahí, al bosque, diciéndole a Juanito que se quedara en el jardín buscando el mejor lugar donde esconderse y así, de esa manera tampoco lo exponían a que se perdiera en la noche. Acordaron regresar y encontrarse en la reja norte de la fuente, para que Juanito los guiara al escondite cuando ellos hubieran atraído a los guardias.

Idearon un plan y lo pusieron en práctica. Gerardo y Alejandro, armados con piedras empezaron a tirar los proyectiles al camino, cada vez más cerca del portón. Ana y Andrea, con las lámparas de sus celulares, se alejaban y acercaban, perdidas en el bosque, en un baile de luces y sombras.

Pocos minutos después, las luces de la entrada se encendieron y comenzaron a salir uno a uno los guardias. El plan daba resultado. Ahora, para el final, en la parte más alejada donde aún pudiera verse la puerta, las dos mujeres se pusieron en paralelo, simulando un auto que se acercaba, mientras los muchachos hacían ruidos con las piedras, llamando a atención.

Al ver que los escoltas se acercaban, rápidamente desaparecieron en el bosque, dejándolos cautelosos y desconcertados.

Volvieron entre risas y jadeos al jardín, a encontrarse con Juanito, para llevar a cabo la segunda parte del juego. Lo buscaron donde habían quedado, pero no lo vieron. Dieron una vuelta más, pensando que aún no había encontrado un buen lugar o que quizá el mismo se había escondido de ellos, en su inmadurez de niño. Pero no era así. Gerardo fue quien lo vio. El niño había escalado la reja y se encontraba metido en el área donde estaba la fuente. Con una sonrisa de oreja a oreja, les hacía señas, para que se metieran. Tenía el lugar perfecto, donde les costaría a todos encontrarlos, la parte más obvia y a la vez la más improbable, ya que nunca nadie lo había hecho. Era el plan perfecto.

~

José se había mudado a un pueblo pequeño, lejos de las grandes ciudades. Su padre era buscado tanto por la policía como por sus enemigos, al haber faltado en diferentes ocasiones a su palabra y romper el código más importante: La traición. Por ese motivo, tenía que vivir alejado y oculto, recordando a sus amigos y sintiendo crecer en el un resentimiento por estar solo, mientras ellos seguían juntos.

Gracias a su situación, no podía salir o hacer amigos y las únicas personas con las que convivía eran personas de baja moral y sin escrúpulos, quienes desde muy joven le enseñaron el arte de la daga y llenaron su cabeza de historias de asesinato y felonías. A los quince años ya había cometido su primer delito y a los dieciocho ya era un asesino en toda regla, conocedor del engaño y el odio. No pasó mucho tiempo para que su padre fuera asesinado en una emboscada y él se quedó como único dueño y señor del negocio, a la edad veintiún años.

En cuanto tuvo oportunidad y por fin libre de los pecados de su padre, decido regresar a la ciudad que lo vio nacer. Reencontrase con sus viejos amigos y volver a entablar comunicación en un intento de alejar ese rencor infundado que había albergado durante ese tiempo. Pero, la vida le había enseñado a ser cauteloso y calculador. Así que en vez organizar un encuentro alegre, optó por espiarlos, a la distancia, intentar descubrir sus puntos débiles y protegerse en caso de que no fuera lo que antaño.

Pasó seis meses espiándolos, viendo cómo eran felices, como salían y se divertían, como la vida era buena con ellos. No se escondían, al contrario, salían y tenían amigos, vida social y grandes oportunidades, cosas que él añoraba y envidiaba de cada uno de ellos. Vio cómo las parejas salían en citas dobles o como las niñas que él había conocido se habían convertido en mujeres hermosas y encontraban pareja en aquellos que alguna vez llamó amigos. Se reprochó el hecho de que él no tuviera a nadie y maldijo el día que se lo llevaron, pensando en todo lo que hubiera sido. Hubiera tenido una novia, hubiera tenido amigos, hubiera vivido. Pero no, era un marginado, endurecido y con un gran odio que jamás había experimentado.

Eran las dos caras de la moneda, lo que fue y lo que pudo ser, lo que era y lo que nunca más sería. Y él estaba del otro lado.

Esto se había convertido en algo personal. Y solo había una manera de inclinar la balanza, de que él fuera por única ocasión el ganador, el que se llevara la gloria. Decidió matarlos. Si no tenía lo que ellos, entonces ellos tampoco lo tendrían, de esa manera todos estarían en igualdad de condiciones. Y tenía que hacerlo él, no podía confiar en nadie más la tarea, esto se acababa como inicio, siendo ellos los únicos seis, sin terceros que no tenían nada que ver en esta historia.

Y así, un día, apareció en el camino que daba a la hacienda. Sabía de memoria el camino y era el único lugar donde podría encontrarlos en desventaja, mientras sus padres estaban en su servicio y los guardaespaldas estaba más preocupados por lo que pasara afuera que adentro. Conocía el hueco en la pared del jardín ya había sido el quien lo había descubierto.

Solo necesitaba encontrar el momento perfecto para atacar.

~

Gerardo se puso pálido al ver a Juanito dentro del lugar prohibido. Había crecido con las leyendas acerca de la fuente y creía firmemente en ellas. Su primer instinto fue gritar, pero alertaría a todos los que estaba dentro y las consecuencias podrían ser peores, así que mejor optó por que el problema lo solucionaran ellos. De un jalón atrajo a Alejandro y le mostró dónde estaba el niño. Le explico que no podían involucrar a nadie más y que lo mejor es que ellos lo sacaran, sin que nadie se enterara. Para este punto las chicas ya se habían dado cuenta y rápidamente fungieron como vigilantes, cada una cubriendo una reja, para que en caso de que vieran algo, poder avisarles con tiempo. De esta manera, con los roles establecidos, los muchachos brincaron a la fuente.

José parqueó el carro a la entrada del camino. Sabía que habría gente cuidando y quería pasar desapercibido lo más posible. Caminó por entre los árboles, al cobijo de la noche. Conocía el bosque como la palma de su mano y podría haberlo recorrido con los ojos cerrados. Estaba por llegar al último tramo, cuando vio una serie de luces prenderse y apagarse, por entre los pinos del lugar. Rápidamente se escondió, pensando que algo lo había delatado y que lo estaban buscando. Se quedó inmóvil, observando la situación. Al poco tiempo vio acercarse una silueta, femenina. Prendía y apagaba la luz de su celular e inmediatamente identifico de quien se trataba. Era Ana. Pensó en atacarla ahí mismo, pero del otro lado del camino, otra luz se hacía visible, de la misma manera que la anterior. Así que no movió un músculo. Vio cómo se paraban en la carretera y simulaban las intermitentes de un auto, mientras sus dos amigos se acercaban a ellas y acto seguido, después de lanzar unas piedras a la nada, echaban a correr por entre el bosque.

A lo lejos, sus ojos se posaron en los guardaespaldas que salían uno a uno, y comenzaban a buscar por todos lados, pistola en mano. Y en un momento de lucidez, entendió lo que pasaba. Los muchachos hacían salir a los escoltas, por algún motivo que se le escapaba. Solo sabía que las cosas se ponían de su lado y ahora el juego era el de un cazador y su presa.

El momento que había esperado se mostraba ante él, casi sin esfuerzo. Era como si un Dios sádico observara desde su trono y le diera una ventaja, en un deseo de acelerar las cosas y llevarlas hasta el final. Era ahora o nunca.

El par de amigos sintieron un escalofrío al entrar a ese lugar. Era mágico y tenebroso, estaba bien y mal, siempre habían deseado entrar y conocer el único lugar que jamás habían pisado, pero al mismo tiempo se sentían aterrados por lo que pudiera pasar. Era un sentimiento similar al de abrir los regalos un día antes de navidad, sabes que está mal, pero al mismo tiempo, las ganas de saber si lo que esperaste todo el año era lo que te iban a dar, te hacía hacerlo.

Juanito los vio acercarse y metió las manos de lleno en el agua y amenazo con empaparlos. La fuente estaba rodeada por un círculo de cedros y, entre cada uno de ellos, la obscuridad era tal que fácilmente podrían pasar toda la noche escondidos, sin que nadie los viera. En su mente no alcazaba a comprender la magnitud de su actuar. Y al verlos cerca, en un movimiento rápido, volvió a meter las manos al agua, pero estaba vez cumplió su amenaza y los mojó de pies a cabeza.

José entró por el mismo hueco donde minutos antes habían entrado los cuatro. Permaneció a la sombra, detrás de ellos, viendo por entre los rosales que crecían de manera caprichosa. Los siguió y observo la situación, desde el momento en que descubrían a Juanito hasta el brinco a la fuente y como se separaban las chicas, dejando una a cada lado del área prohibida. Solas.

No fue difícil identificar a quien atacaría primero. La más distraída era Ana, quien estaba más pendiente de lo que pasaba dentro de las rejas que afuera. La asaltó por atrás y en un movimiento rápido, le corto el cuello, mientras que con la otra mano le tapaba la boca. Su cuerpo comenzó a convulsionarse en espasmos violentos, mientras la sangre brotaba de su cuerpo. En cuestión de segundos había perdido toda capacidad de sostenerse por sí misma y se desvaneció. José la arrastro por entre el camino de piedra, dejando un rastro de líquido, que, a la luz de la luna, había adquirido un hermoso tono plateado.

La oculto detrás de un arbusto, dejando a su amiga desangrándose hasta la muerte.

—¡Juan! Ven para acá —le susurro Alejandro cuando estuvo lo suficientemente cerca. —Sabes que tenemos prohibido entrar aquí.
—¡Pero miren, es el lugar perfecto! Nadie nunca nos encontrará aquí —le replico Juanito.
—No estamos jugando Juan, esto no está bien, nos puede traer muchos problemas si se enteran —le regaño Gerardo. —Conoces muy bien las consecuencias de entrar aquí y más si tocas el agua.
—Pero es solo agua, no pasa nada. No me digan que creen en esas historias. Ya ni yo que soy mucho más chico que ustedes creo en eso.

Los dos mayores entendieron que no había argumento que le hiciera cambiar de opinión. Sí, pudieran ser leyendas, pero estaban por algo y no merecía la pena perder más tiempo discutiendo algo que ni ellos mismos entendían. Así que lo tomaron por las axilas y tapándole la boca, lo llevaron a la reja. Sería difícil subirlo, pero con una de las chicas del otro lado, sería un poco menos complicado. Se acercaron a la reja del sur, donde se supone que Ana estaría, pero no la vieron por ningún lado. No había tiempo que perder y en vez de buscarla, dieron la vuelta y se dirigieron hacia el otro lado.

José vio la discusión que Gerardo y Alejandro tenían con Juanito y se volvió del otro lado del lugar. La situación, con los guardias fuera de lugar, apremiaba. Tenía que aprovechar la oportunidad.

Andrea estaba más alerta, viendo para ambos lados de manera rítmica. No sería fácil pasar desapercibido por ella. Se le ocurrió algo. Aventó una piedra, pequeña, cerca de los pies de ella. Eso la sobresalto, poniéndola nerviosa. Con la mirada alerta, vio por el pasillo, pero no alcanzo a distinguir nada. José quería acercarla a donde no hubiera luz. Agitó un arbusto y esto hizo que ella diera unos pasos hacia la dirección de donde provenían. De manera cautelosa, se iba acercando poco a poco, mientras los ruidos del arbusto se hacían más intensos. Cuando estuvo lo suficientemente cubierta por las sombras, ahogo un grito al reconocer a José, quien la veía frente a frente.

José le clavo el puñal en los ojos y en la cara, en repetidas ocasiones, mientras la arrastraba hacia la obscuridad de la noche.

Los muchachos llegaron al otro lado, pero tampoco vieron a Andrea. Se les acababa el tiempo y las opciones. No entendía que estaba pensando, pero sabían que algo no estaba bien. Ellas no los hubieran dejado solos. Era muy raro todo aquello. Pero quizá había una explicación. Tal vez habían visto algo y para que no los descubrieran, habían atraído la atención de ellos hacia otro lado. Pero ahora necesitaban la fuerza de los cuatro. Alejandro fue el indicado. Salto la reja y salió a buscar a las mujeres.

Matar a Alejandro fue fácil. Al terminar de apuñar a Andrea, vio como el otro saltaba y pasaba de largo de donde estaba. Espero que avanzara unos cuantos metros y brincó sobre él. El otro quiso voltear, pero lo tenía dominado. Al igual que a Ana, le rebano la garganta, en un corte limpio y de lado a lado. Sabía que no tenía mucho tiempo, habían pasado cinco minutos desde que entró al jardín y ya no se molestó en ocultar el cuerpo. Lo dejo ahí, en la vereda, en un charco de su propia sangre, que llenaba los espacios por entre las baldosas y encontraba camino hasta los tulipanes.

Los guardias empezaban a regresar, después de haber buscado lo necesario para darse cuenta de que solo había sido una broma. José escuchó el murmullo de las voces y se dio prisa. Rodeo el jardín, para poder encontrase de espaldas a Gerardo.

Gerardo seguía buscando con la mirada, esperando que alguien se acercara. Juanito ya no sonreía, veía la preocupación en los ojos de su amigo y empezaba a entender que algo no iba bien. Intento disculparse, pero una voz detrás de ellos le heló el cuerpo.

—Hola, Gerardo.

Gerardo se volteó con un susto indescriptible. Después de lo que había pasado los últimos minutos, todo era posible. Su cara era una sinfonía de emociones. Miedo, curiosidad, asombro, una mirada cautelosa e, incluso, alivio al reconocer la voz de su amigo, aquel que hace ocho años no veía.

—¿José? ¿Eres tú?
—Soy yo.
—¿Qué haces aquí? Hace tanto tiempo que no se nada de ti.
—Así es, han pasado ocho años desde que me fui. ¿Cómo has estado?

Esa plática banal no tenía sentido. No tenía sentido que José estuviera ahí, que se mostrara tan calmado, que no mostrara ninguna emoción. No tenía sentido que sus amigos no aparecieran, así como tampoco tenía sentido las manchas obscuras que se vislumbraban en la ropa de aquel. Tardo unos segundos en ver el cuchillo que blandía su mano e, hilando ideas, descubrió que era sangre lo que empapaba a su amigo.

—Bien, muy bien, ¿y tú? Se ve que has estado ocupado —le respondió, en un intento de ganar tiempo
—De haber sabido que vendrías, hubiéramos organizado algo con todos. No los has visto, ¿o sí?

Instintivamente se puso delante de Juanito, quedando frente a frente. José era más grande que él y aunque sabía que el otro estaba armado, era necesario arriesgarse.

José por su parte, evaluaba la situación. Tenía que actuar rápido si quería terminar con los dos ahí, sin mayores problemas y quizá podría incluso escapar antes de que nadie se diera cuenta. Dio un par de pasos, acercándose cauteloso, listo para atacar. Era obvio que primero tendría que matar a Gerardo, Juanito era una presa fácil.

—Si, los he visto —confesó.
—Oh que bien. ¿Y dónde están?
—No te preocupes por ellos, ya los verás. Mientras, porque no me das un abrazo, hace mucho que quería verte.

José se había acercado lo suficiente para dar el primer golpe. De un movimiento rápido, le rebano la barriga de derecha a izquierda, sin llegar a perforar, solo rasgando la superficie. Gerardo se había echado para atrás, esquivando en cierta manera el puñal.

—No te resistas amigo, sabes en qué acabará esto.

Gerardo se aventó hacia adelante, empujándolo. Un derechazo hizo mella en el costado de José, mientras que con la izquierda intentaba detener la derecha de aquel, que ya se movía para contraatacar. La detuvo apenas, sintiendo el frío de la navaja contra su piel.

—Espera, ¿por qué? ¿Qué te hicimos? Nunca supimos dónde estabas, jamás intentaste comunicarte con alguno de nosotros.
—Ya no importa, nada más importa.

José estaba perdiendo tiempo. En cualquier momento alguien los vería y sabía que los guardaespaldas primero disparan y después preguntan. Se abalanzó sobre Gerardo, intentando que su peso lo doblegara. De reojo vio como Juanito escalaba la reja, alejándose de todo aquello.

Gerardo por su parte, puso toda la fuerza en sus pies, para no caerse. Sabía que una vez en el suelo, estaba perdido. Seguía dando golpes con la derecha, mientras la otra mano detenía ferozmente la de su atacante.

Los golpes que recibía José cada vez le hacían más daño. Cambio de estrategia, en vez de confiar en su peso, uso el de su contrincante contra él. Se hizo un poco para atrás, aflojando la presión y Gerardo perdió el equilibrio.

Gerardo se fue de bruces contra el suelo. Al momento de golpear su mentón contra la tierra, supo que ya no tenía mucha oportunidad. Un grito de ayuda salió de su garganta, en un intento desesperado de que alguien lo escuchara. Grito nuevamente, más apagado, mientras poco a poco iba perdiendo el conocimiento conforme su cuello y espalda eran frenéticamente apuñalados.

El grito de ayuda fue escuchado por un grupo de guardias que platicaban en una banca. De inmediato desenfundaron sus armas, mientras se separaban en dos grupos, intentando identificar de donde provenía el ruido. Al segundo grito, reconocieron que venía de la fuente y corrieron hacia allá.

Por entre los barrotes de la reja vieron como un hombre asestaba cuchilladas sobre alguien más. Sin medir palabra, lo acribillaron, matándolo en el acto.

~

Los miembros de la secta salieron en tropel a ver que pasaba. Los disparos habían roto el silencio de la noche e inmediatamente corrieron a donde se habían perpetrado. Vieron con horror que había dos cuerpos, uno encima del otro, en donde estaba la fuente y con violencia comenzaron a reclamar, gritar y hacer preguntas. Abrieron los candados que mantenía cerrada la reja y descubrieron quienes eran.

Mandaron a los guardias a buscar a los demás muchachos y uno a uno, fueron descubriendo los cadáveres. No lo podían creer. Nadie, en todo ese tiempo, había descubierto donde estaba la hacienda. Los guardias se mostraban confundidos y escépticos, ya que todo había pasado bajo sus narices. El padre de Andrea reconoció a José y atando cabos, se dieron una idea muy general de lo que pasó. Solo uno no estaba dentro de los muertos. Era Juanito. Solo él podría dar más luz sobre aquella situación. Armaron grupos y peinaron el jardín, luego el camino -donde encontraron el carro de José, pero ni rastro de Juanito- y por el último el bosque. El alba comenzaba a despuntar.

Uno de los guardias fue el lago, a refrescarse la cara. Toda la noche en vela, buscando, le empezaba a pasar factura y no quería que lo vieran bostezar, dada la situación. Y el agua casi helada le dio un subidón de adrenalina.

Mientras se quitaba el agua del rostro, un pequeño bulto que flotaba llamó su atención. Estaba a unos doce metros de la orilla. Cogió una piedra y la lanzó, haciendo tino en su objetivo. La piedra rebotó y se hundió. Esto hizo que girara un poco, solo lo suficiente como para darse cuenta de que era aquello.

Juanito se había ahogado. Cuando saltó la reja, corrió y paso por el hueco en la pared, saliendo del jardín. Pensó en esconderse en el bosque, ahí no lo encontraría José. Pero al correr por la orilla del lago, se tropezó y golpeo la cabeza, desmayándose ahí mismo. La marea de la madrugada lo alcanzo y conforme se hacía más fuerte, lo arrastro adentro, llevándolo a su muerte.

Y mientras tanto, de la fuente seguía manando agua dorada, hermosa y cautivante, como si de una cascada de oro se tratase.

Pepito pequeñito

Pepito Pequeñito se levantó muy temprano por la mañana. De un brinco, se fue directo al baño, abrió la regadera y se duchó, poniendo especial cuidado en la cara, para que estuviera lo más fresca y limpia posible. Acto seguido, volvió a su cuarto, saco el disfraz que cuidadosamente había doblado la noche anterior y se vistió. Tomo un bote de pintura blanca y otro azul -los colores de su equipo favorito- y se pintó el rostro lo mejor que pudo. La base blanca, en contraste con los ojos y la nariz de azul, una estrella en la frente y dos líneas verticales en la boca, le dieron el aspecto que días antes había ensayado una y otra vez. Al terminar, cerro los ojos y con una sonrisa en el rostro, en silencio murmuró una plegaria al Creador. Hoy era el gran día. El ansiado y esperado día. Hoy debutaba con sus hermanos en el show.

Salieron los tres tomados de la mano. Pepito había entrenado muy duro, así que se sentía confiado. Recordaba y repasaba en su mente los pasos, uno a uno, siguiéndolos al pie de la letra.

—¡Buenos días, gente bonita! —grito el mayor de los tres —¿Cómo están?

Las palmas de los hermanos comenzaron a chocar entre sí, aplaudiendo y agitando los brazos, intentando animar al público. Empezaron el evento aventando pelotas al aire, cinco el mayor, cuatro el de en medio y tres Pepito. La agilidad que mostraba era pasmosa, teniendo en cuenta que ni siquiera llegaba al lustro de edad. Las manos ejecutaban sus movimientos precisos, concentrado en las bolas que volaban y caían, en un baile rítmico y hermoso.

Sacaron los silbatos de sus bolsillos y comenzaron a soplar fuerte, haciendo un alboroto del cual era imposible no tomarlo en cuenta. El mayor de los tres se hincó y posó los brazos en el piso, formando una mesa a la cual el de en medio se subió. Rápido como el que más, Pepito corrió y de un salto alcanzo a su hermano, quien lo tomó y lo levantó sobre sus hombros. Y Pepito se sintió grande, feliz e invencible, desde esa altura podía ver a todos y sonriendo, soplo tan fuerte su silbato que salió disparado de su boca, estallando en carcajadas mientras se afianzaba a las manos de su hermano. Estuvo así un momento, preparando el gran final.

El mediano, aun con Pepito en los hombros, salto de la espalda de su hermano y, a pesar de la carga, cayó sobre los dos pies sin trastabillar siquiera. El mayor se levantó y tomó un pie de Pepito Pequeñito, mientras él se soltaba del cuello del otro y comenzaba a pararse hasta quedar completamente erguido, un pie en cada mano de sus hermanos. Formaban una pirámide, en la que, el gran final, era hacer volar al pequeño por los aires. Al tercer silbatazo, bajaron poco a poco los brazos y agarrando impulso, lo lanzaron para arriba. Pepito dobló su cuerpo y tomando sus rodillas dio un giro hacia adelante, encontrando el final de la caída en sus hermanos, quienes lo atraparon justo antes de que tocara el suelo.

La sonrisa en el rostro de Pepito Pequeñito no podía ser más ancha. Había hecho su primer show a la perfección, no se le había caído ninguna pelota, la pirámide salió como tenía que ser y el gran final fue excelso, con su voltereta ejecutada igual que un profesional. Todo por lo que había trabajado tan duro daba resultados, llenándolo de emoción y adrenalina. Y ahora era el momento de cosechar el fruto de sus esfuerzos.

Su hermano mayor lo tomó sobre sus hombros y caminó hacia público. Carro por carro, extendían la mano, esperando una moneda. Los conductores se mostraban huraños, indiferentes a los niños que caminaban a un lado de ellos. Unos subían las ventanas, otros despectivamente les aventaban unos pesos y algunos incluso les entregaron la basura que traían, en un acto de total burla y humillación. Fueron pocos, muy pocos los que les dieron una palabra de aliento o una moneda sin mirarlos de mala manera. Pepito Pequeñito perdía la sonrisa, esa que hace escasos segundos inundaba su alma. Había dado tanto, se había esforzado tanto, que no entendía la actitud de su público. Vio como su sueño se quebraba lentamente, estrellándose contra la dura realidad de ser un payasito de la calle. Su pequeña mente no alcanzaba a comprender como podían tratarlos así, como los menospreciaban y se reían de ellos, no con ellos. Simplemente no podía.

El semáforo cambió de color y un nuevo golpe recibió su sueño: El temor a ser atropellado. Sus hermanos, ya experimentados en esos lares, corrían por entre los carros buscando la seguridad del camellón. Y él se aferró al cabello del que lo llevaba en hombros, viendo como los autos pasaban sin detenerse un poco, con el ruido de los cláxones aturdiendo sus oídos. Escucho el, “¡pinches escuincles, quítense de en medio, que los van a matar!”, de un carro que paso casi pegado a ellos. Sus ojos se humedecieron al punto de las lágrimas, mientras su hermano lo bajaba cerca del árbol donde habían dejado una bolsa colgando, con unas mandarinas que se llevaron para no traer el estómago vacío.

—No llores Pepito, que vas a echar a perder la pintura —le dijo el hermano de en medio.
—Si carnal, mira que quedaste bien chido y no vas a querer verte feo —opinó el otro.
—¿Por qué son así? ¿Por qué nos trataron de esa manera? —les replico Pepito Pequeñito.
—Pues la gente es culera, nos ven mal por ser pobres y estar en la calle.
—Y entonces, ¿por qué lo hacemos? ¿por qué siempre llegan con una sonrisa a la casa, después de que los tratan mal todo el día? —pregunto Pepito.
—Porque no nos queda de otra, Pepito, si no llevamos dinero a la casa el jefe se pone ojete y nos empieza a pegar. Mejor llegar bien y de buenas, para que no haya pedo.
—Además no queríamos que pensaras mal o estuvieras triste carnal, porque sabíamos lo emocionado que estabas de venirte con nosotros y si llegábamos con una sonrisa tú pensarías que todo iba bien —le confesó el mayor.

El semáforo comenzó a parpadear en ámbar, anunciando que pronto los carros pararían y seria momento de otro show. Los tres hermanos se levantaron y volvieron al frente de la avenida, a su público. Comenzaron su rutina y nuevamente todo les salió a la perfección. Solo que en esta ocasión, Pepito Pequeñito ya no sonreía ni soñaba, únicamente pensaba que a partir de ahora, todos los días serían muy, muy largos.

Adios, Carlos

¿Por qué Carlos se fue a chingar su madre?, se preguntó Amelia. No tenía mucho tiempo que Carlos había comprado, metódicamente, kilos y kilos de manzanas. Las había cortado, sacado el corazón y cuidadosamente separado las semillas, guardarlas en una bolsa de plástico y así sucesivamente, una por una, kilo a kilo. Según leyó en una página en internet, necesitaba unas doscientas semillas, pero para estar seguro, él había juntado un total de doscientos cincuenta y seis. Era informático y esos números le producían una extraña fascinación qué, solo los que conocen del tema, podrán decir por qué.

Claro, esto lo supo Amelia gracias al diario que dejo, junto a su testamento, escrito en un documento de Word donde, además de documentar su paso a paso por la senda del suicidio, dejaba claras instrucciones de que hacer con sus pocas pertenencias: regalar sus libros a una escuela o biblioteca pública, principalmente de bajos recursos; quemar sus discos duros, formatearlos y eliminar cada rastro en ellos; una foto a cada uno de sus familiares y amigos, impresa días antes; sus amados discos y películas eran para uno de sus amigos y su cuñado y, por último, sus pocas cosas materiales, venderlas para pagar las deudas que quedaran atrás y los gastos del funeral. Pero no decía nada del por qué. Simplemente había masticado un montón de semillas de manzana, se había acostado en su cama y, mientras una playlist cuidadosamente elegida, donde Radiohead, Portishead, Pink Floyd y Palomas sonaban en aleatorio, se había dejado llevar por el dulce sueño eterno. Sin dramas, ni exageraciones, sin manchas de sangre o escenas grotescas. Solo dormido, consumido en su propia miseria, alejado de todos y dichoso de por fin terminar con su existencia.

Pero la pregunta aún estaba en el aire. ¿Por qué se fue a chingar su madre? Amelia intentaba encontrar respuesta a esta pregunta que, al parecer, Carlos se había olvidado responder. No había nada escrito, no había nada guardado, no había nada escondido. Era un misterio donde no había respuestas correctas. Todo iba bien, tenía un buen trabajo, buenos amigos, una familia. Entonces, ¿por qué? Claro, había tenido sus altibajos, como todos. Problemas de amor, problemas de dinero, problemas, problemas. ¿Pero no es eso lo que todos sufrimos? ¿No es eso lo que todos pasamos? Pareciera que simplemente había tirado la toalla, como dicen comúnmente, olvidándose de pelear un poco más. Pero, aun así, no se había quitado la vida frenéticamente, con un disparo en la sien, impulsivo y desesperado, en un arranque de manía. No, había dejado las cosas que estaban en su poder en orden, había comprado cientos de manzanas, había fabricado un plan cuidadosamente pensado y ejecutado. No estaba deprimido, o al menos eso era lo que aparentaba. Bromeaba y se reía, salía con sus amigos y visitaba a su madre. Funcionaba, según los estándares de la sociedad. Y sin embargo, Carlos había terminado con su vida.

Amelia le daba vueltas a esta pregunta mientras separaba la ropa del velorio. Una a una, las prendas salían y se acomodaban en la cama, la misma en la que apenas unas horas antes descansaba el cuerpo de Carlos. Habían pasado cuatro días enteros antes de que se dieran cuenta de que no respiraba. Cuatro días. No eran muchos, pensó Amelia. Era común que desapareciera por periodos cortos de tiempo, en los que no respondía mensajes o publicaba cosas en Facebook. Es más, incluso recordó que una vez se desconectó completamente, apago el celular y todo aparato electrónico y cuando apareció a los diez días, simplemente les dijo a todos que se había ido de viaje. Gran mentiroso, porque no tenía dinero ni para comer, mucho menos para andar viajando. Pero así era él, se encerraba en sí mismo, arreglaba sus problemas interiores y volvía al mundo, con una sonrisa en el rostro y una puñalada más en el alma.

Amelia por fin eligió un atuendo. Camisa azul, pantalón de vestir gris y unos zapatos negros, que se veían nuevos, aunque la fecha en la caja decía que los compró hacia más de cinco años. Pensó que con eso se vería bien. Nunca usaba ropa de vestir o cosas muy formales, pero pensó ¡qué diablos!, ya está muerto, no va a renegar de lo que le ponga. Este pensamiento la hizo reír un poco, Carlos siempre se jactó de hacer lo que quería y mira, sorpresas de la vida, hoy lo iban a vestir justo como nunca quería vestirse. Amelia dobló la ropa y la guardo en su bolsa. De reojo volvió a buscar algo, una pista del por qué, pero el cuarto parecía en orden. Nada estaba fuera de lugar, incluso el cenicero, que siempre rebosaba de colillas apestosas, ahora solo tenía una y un cigarro a medio consumir. Como si la muerte hubiera llegado antes y le cobrara el último gusto que tuvo en vida. No encontró nada. Salió del cuarto y reviso el resto del departamento. Ahí estaba en la mesa ratonera un libro, con una servilleta en la página diecinueve, marcando donde se había quedado. El escritorio, con sus pastillas para la migraña, un vaso vacío y un cenicero limpio. La computadora, prendida, con el documento de Word y la lista de canciones en el reproductor. Una fotografía de su padre. La chamarra de piel tirada en el sillón. Todo parecía tan normal, todo estaba tan en orden que, si cualquier persona ajena entrara al departamento, sería imposible para ella saber que alguien se había suicidado días antes.

Entonces, ¿por qué se había ido a chingar su madre? Nada tenía sentido, nada era correcto. Porque siempre había trastes sucios y polvo en la mesa, vasos aquí y allá y libros y más libros por todos lados en ese pequeño departamento. Siempre había algo desacomodado, algo que no estaba donde tenía que estar. Y sin embargo, hoy todo estaba bien. Todo. No había ni siquiera papeles en el bote del baño. La basura la había sacado, perdiéndose para siempre algo que pudiera dar una respuesta, alguna foto quemada, el misterio de que fue lo último que bebió o comió, o quizá algún recuerdo del que no quería saber más. Había tirado aquello que no quería que encontraran. Y con ello se fueron las respuestas, ahí se fueron los porqués.

Amelia salió del departamento y hecho llave a la puerta tras de sí. Lloró al darse cuenta de que jamás regresaría a ese lugar, donde nunca falto música, vino y buenas pláticas. Ahora esa ubicación había que borrarla de la aplicación de GPS, para olvidar que alguna vez existió, sabiendo de antemano que se mentiría siempre, que voltearía la cabeza al pasar por ahí, que inconscientemente buscaría con la mirada a Carlos, fumando un cigarro, recargado sobre la puerta viendo como la vida pasaba frente a él, como lo hacen las nubes con formas de animales, un segundo están sobre nosotros y al siguiente se han esfumado, dejando solo una estela de vapor que poco a poco se desvanece y desaparece de este mundo, un mundo que nos ha enseñado a olvidar a aquellos que no tienen ninguna respuesta, pero si, un sinfín de dudas.

No, no puedo pedir perdón

No, no tengo nada de que pedir perdón. Porque viví con mis reglas y moriré con ellas. Me acosté con aquellas que quise y enamoré a aquellas que no quise. Porque hice de la noche mi inspiración y de la soledad mi musa. Porque la muerte me acompañó allá donde iba, siempre atada a mi pecho, con mis letras arrastradas con cadenas a mi corazón, en un poema eterno de amor y melancolía. Porque la cocaína me dejó cuando quiso y por el hijo que no tuve. Porque el bourbon fue mi mejor confidente y el humo del cigarro la libreta donde escribí aquellos recuerdos que vi evanescerse frente a mis ojos.

No, no tengo nada de que pedir perdón. Porque amé, sí, amé. Como nunca había amado, como nunca me habían amado. Porque mentí, engañé, robé y perdí. Porque fui un vagabundo de este mundo, porque nunca me dejé y porque cambié. Porque resistí cada golpe que me dio la vida, así como peleé hasta la última gota de sangre que escurrió por los huecos de un alma que nunca pudo sanar. Porque fui un bohemio, metalero trovador, porque canté hasta el amanecer y me callé cuando no sabía qué decir. Porque le escupí a cada demonio que quiso enterrarme y maldije a quienes quisieron ayudarme. Porque olvidé a mi familia y brinde con los ojos cerrados, me consumí a la nada y me dejé llevar por la avalancha de los errores que cometí, aquellos de los que nunca me arrepentí, pero lloré a la luz de una lámpara que se quemaba en mi habitación.

No, no tengo nada de que pedir perdón. Porque decidí cuando era suficiente, cuando morir y no decirle a nadie. Porque me encerré en mi miseria, con las calaveras y las serpientes como únicas testigos de mi pobre testamento. Porque decidí escribir y plasmar en mis cuentos y poemas lo que mi pecho gritaba sin voz, porque me arranqué el miedo y lo quemé junto con mis memorias. Porque nunca tuve nada y lo que tuve lo destruí. No, no puedo pedir perdón, porque de hacerlo, simplemente ya hubiera terminado desde hace mucho, mucho tiempo.