Pepito pequeñito
Pepito Pequeñito se levantó muy temprano por la mañana. De un brinco, se fue directo al baño, abrió la regadera y se duchó, poniendo especial cuidado en la cara, para que estuviera lo más fresca y limpia posible. Acto seguido, volvió a su cuarto, saco el disfraz que cuidadosamente había doblado la noche anterior y se vistió. Tomo un bote de pintura blanca y otro azul -los colores de su equipo favorito- y se pintó el rostro lo mejor que pudo. La base blanca, en contraste con los ojos y la nariz de azul, una estrella en la frente y dos líneas verticales en la boca, le dieron el aspecto que días antes había ensayado una y otra vez. Al terminar, cerro los ojos y con una sonrisa en el rostro, en silencio murmuró una plegaria al Creador. Hoy era el gran día. El ansiado y esperado día. Hoy debutaba con sus hermanos en el show.
Salieron los tres tomados de la mano. Pepito había entrenado muy duro, así que se sentía confiado. Recordaba y repasaba en su mente los pasos, uno a uno, siguiéndolos al pie de la letra.
—¡Buenos días, gente bonita! —grito el mayor de los tres —¿Cómo están?
Las palmas de los hermanos comenzaron a chocar entre sí, aplaudiendo y agitando los brazos, intentando animar al público. Empezaron el evento aventando pelotas al aire, cinco el mayor, cuatro el de en medio y tres Pepito. La agilidad que mostraba era pasmosa, teniendo en cuenta que ni siquiera llegaba al lustro de edad. Las manos ejecutaban sus movimientos precisos, concentrado en las bolas que volaban y caían, en un baile rítmico y hermoso.
Sacaron los silbatos de sus bolsillos y comenzaron a soplar fuerte, haciendo un alboroto del cual era imposible no tomarlo en cuenta. El mayor de los tres se hincó y posó los brazos en el piso, formando una mesa a la cual el de en medio se subió. Rápido como el que más, Pepito corrió y de un salto alcanzo a su hermano, quien lo tomó y lo levantó sobre sus hombros. Y Pepito se sintió grande, feliz e invencible, desde esa altura podía ver a todos y sonriendo, soplo tan fuerte su silbato que salió disparado de su boca, estallando en carcajadas mientras se afianzaba a las manos de su hermano. Estuvo así un momento, preparando el gran final.
El mediano, aun con Pepito en los hombros, salto de la espalda de su hermano y, a pesar de la carga, cayó sobre los dos pies sin trastabillar siquiera. El mayor se levantó y tomó un pie de Pepito Pequeñito, mientras él se soltaba del cuello del otro y comenzaba a pararse hasta quedar completamente erguido, un pie en cada mano de sus hermanos. Formaban una pirámide, en la que, el gran final, era hacer volar al pequeño por los aires. Al tercer silbatazo, bajaron poco a poco los brazos y agarrando impulso, lo lanzaron para arriba. Pepito dobló su cuerpo y tomando sus rodillas dio un giro hacia adelante, encontrando el final de la caída en sus hermanos, quienes lo atraparon justo antes de que tocara el suelo.
La sonrisa en el rostro de Pepito Pequeñito no podía ser más ancha. Había hecho su primer show a la perfección, no se le había caído ninguna pelota, la pirámide salió como tenía que ser y el gran final fue excelso, con su voltereta ejecutada igual que un profesional. Todo por lo que había trabajado tan duro daba resultados, llenándolo de emoción y adrenalina. Y ahora era el momento de cosechar el fruto de sus esfuerzos.
Su hermano mayor lo tomó sobre sus hombros y caminó hacia público. Carro por carro, extendían la mano, esperando una moneda. Los conductores se mostraban huraños, indiferentes a los niños que caminaban a un lado de ellos. Unos subían las ventanas, otros despectivamente les aventaban unos pesos y algunos incluso les entregaron la basura que traían, en un acto de total burla y humillación. Fueron pocos, muy pocos los que les dieron una palabra de aliento o una moneda sin mirarlos de mala manera. Pepito Pequeñito perdía la sonrisa, esa que hace escasos segundos inundaba su alma. Había dado tanto, se había esforzado tanto, que no entendía la actitud de su público. Vio como su sueño se quebraba lentamente, estrellándose contra la dura realidad de ser un payasito de la calle. Su pequeña mente no alcanzaba a comprender como podían tratarlos así, como los menospreciaban y se reían de ellos, no con ellos. Simplemente no podía.
El semáforo cambió de color y un nuevo golpe recibió su sueño: El temor a ser atropellado. Sus hermanos, ya experimentados en esos lares, corrían por entre los carros buscando la seguridad del camellón. Y él se aferró al cabello del que lo llevaba en hombros, viendo como los autos pasaban sin detenerse un poco, con el ruido de los cláxones aturdiendo sus oídos. Escucho el, “¡pinches escuincles, quítense de en medio, que los van a matar!”, de un carro que paso casi pegado a ellos. Sus ojos se humedecieron al punto de las lágrimas, mientras su hermano lo bajaba cerca del árbol donde habían dejado una bolsa colgando, con unas mandarinas que se llevaron para no traer el estómago vacío.
—No llores Pepito, que vas a echar a perder la pintura —le dijo el hermano de en medio.
—Si carnal, mira que quedaste bien chido y no vas a querer verte feo —opinó el otro.
—¿Por qué son así? ¿Por qué nos trataron de esa manera? —les replico Pepito Pequeñito.
—Pues la gente es culera, nos ven mal por ser pobres y estar en la calle.
—Y entonces, ¿por qué lo hacemos? ¿por qué siempre llegan con una sonrisa a la casa, después de que los tratan mal todo el día? —pregunto Pepito.
—Porque no nos queda de otra, Pepito, si no llevamos dinero a la casa el jefe se pone ojete y nos empieza a pegar. Mejor llegar bien y de buenas, para que no haya pedo.
—Además no queríamos que pensaras mal o estuvieras triste carnal, porque sabíamos lo emocionado que estabas de venirte con nosotros y si llegábamos con una sonrisa tú pensarías que todo iba bien —le confesó el mayor.
El semáforo comenzó a parpadear en ámbar, anunciando que pronto los carros pararían y seria momento de otro show. Los tres hermanos se levantaron y volvieron al frente de la avenida, a su público. Comenzaron su rutina y nuevamente todo les salió a la perfección. Solo que en esta ocasión, Pepito Pequeñito ya no sonreía ni soñaba, únicamente pensaba que a partir de ahora, todos los días serían muy, muy largos.
Salieron los tres tomados de la mano. Pepito había entrenado muy duro, así que se sentía confiado. Recordaba y repasaba en su mente los pasos, uno a uno, siguiéndolos al pie de la letra.
—¡Buenos días, gente bonita! —grito el mayor de los tres —¿Cómo están?
Las palmas de los hermanos comenzaron a chocar entre sí, aplaudiendo y agitando los brazos, intentando animar al público. Empezaron el evento aventando pelotas al aire, cinco el mayor, cuatro el de en medio y tres Pepito. La agilidad que mostraba era pasmosa, teniendo en cuenta que ni siquiera llegaba al lustro de edad. Las manos ejecutaban sus movimientos precisos, concentrado en las bolas que volaban y caían, en un baile rítmico y hermoso.
Sacaron los silbatos de sus bolsillos y comenzaron a soplar fuerte, haciendo un alboroto del cual era imposible no tomarlo en cuenta. El mayor de los tres se hincó y posó los brazos en el piso, formando una mesa a la cual el de en medio se subió. Rápido como el que más, Pepito corrió y de un salto alcanzo a su hermano, quien lo tomó y lo levantó sobre sus hombros. Y Pepito se sintió grande, feliz e invencible, desde esa altura podía ver a todos y sonriendo, soplo tan fuerte su silbato que salió disparado de su boca, estallando en carcajadas mientras se afianzaba a las manos de su hermano. Estuvo así un momento, preparando el gran final.
El mediano, aun con Pepito en los hombros, salto de la espalda de su hermano y, a pesar de la carga, cayó sobre los dos pies sin trastabillar siquiera. El mayor se levantó y tomó un pie de Pepito Pequeñito, mientras él se soltaba del cuello del otro y comenzaba a pararse hasta quedar completamente erguido, un pie en cada mano de sus hermanos. Formaban una pirámide, en la que, el gran final, era hacer volar al pequeño por los aires. Al tercer silbatazo, bajaron poco a poco los brazos y agarrando impulso, lo lanzaron para arriba. Pepito dobló su cuerpo y tomando sus rodillas dio un giro hacia adelante, encontrando el final de la caída en sus hermanos, quienes lo atraparon justo antes de que tocara el suelo.
La sonrisa en el rostro de Pepito Pequeñito no podía ser más ancha. Había hecho su primer show a la perfección, no se le había caído ninguna pelota, la pirámide salió como tenía que ser y el gran final fue excelso, con su voltereta ejecutada igual que un profesional. Todo por lo que había trabajado tan duro daba resultados, llenándolo de emoción y adrenalina. Y ahora era el momento de cosechar el fruto de sus esfuerzos.
Su hermano mayor lo tomó sobre sus hombros y caminó hacia público. Carro por carro, extendían la mano, esperando una moneda. Los conductores se mostraban huraños, indiferentes a los niños que caminaban a un lado de ellos. Unos subían las ventanas, otros despectivamente les aventaban unos pesos y algunos incluso les entregaron la basura que traían, en un acto de total burla y humillación. Fueron pocos, muy pocos los que les dieron una palabra de aliento o una moneda sin mirarlos de mala manera. Pepito Pequeñito perdía la sonrisa, esa que hace escasos segundos inundaba su alma. Había dado tanto, se había esforzado tanto, que no entendía la actitud de su público. Vio como su sueño se quebraba lentamente, estrellándose contra la dura realidad de ser un payasito de la calle. Su pequeña mente no alcanzaba a comprender como podían tratarlos así, como los menospreciaban y se reían de ellos, no con ellos. Simplemente no podía.
El semáforo cambió de color y un nuevo golpe recibió su sueño: El temor a ser atropellado. Sus hermanos, ya experimentados en esos lares, corrían por entre los carros buscando la seguridad del camellón. Y él se aferró al cabello del que lo llevaba en hombros, viendo como los autos pasaban sin detenerse un poco, con el ruido de los cláxones aturdiendo sus oídos. Escucho el, “¡pinches escuincles, quítense de en medio, que los van a matar!”, de un carro que paso casi pegado a ellos. Sus ojos se humedecieron al punto de las lágrimas, mientras su hermano lo bajaba cerca del árbol donde habían dejado una bolsa colgando, con unas mandarinas que se llevaron para no traer el estómago vacío.
—No llores Pepito, que vas a echar a perder la pintura —le dijo el hermano de en medio.
—Si carnal, mira que quedaste bien chido y no vas a querer verte feo —opinó el otro.
—¿Por qué son así? ¿Por qué nos trataron de esa manera? —les replico Pepito Pequeñito.
—Pues la gente es culera, nos ven mal por ser pobres y estar en la calle.
—Y entonces, ¿por qué lo hacemos? ¿por qué siempre llegan con una sonrisa a la casa, después de que los tratan mal todo el día? —pregunto Pepito.
—Porque no nos queda de otra, Pepito, si no llevamos dinero a la casa el jefe se pone ojete y nos empieza a pegar. Mejor llegar bien y de buenas, para que no haya pedo.
—Además no queríamos que pensaras mal o estuvieras triste carnal, porque sabíamos lo emocionado que estabas de venirte con nosotros y si llegábamos con una sonrisa tú pensarías que todo iba bien —le confesó el mayor.
El semáforo comenzó a parpadear en ámbar, anunciando que pronto los carros pararían y seria momento de otro show. Los tres hermanos se levantaron y volvieron al frente de la avenida, a su público. Comenzaron su rutina y nuevamente todo les salió a la perfección. Solo que en esta ocasión, Pepito Pequeñito ya no sonreía ni soñaba, únicamente pensaba que a partir de ahora, todos los días serían muy, muy largos.
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