Adios, Carlos
¿Por qué Carlos se fue a chingar su madre?, se preguntó Amelia. No tenía mucho tiempo que Carlos había comprado, metódicamente, kilos y kilos de manzanas. Las había cortado, sacado el corazón y cuidadosamente separado las semillas, guardarlas en una bolsa de plástico y así sucesivamente, una por una, kilo a kilo. Según leyó en una página en internet, necesitaba unas doscientas semillas, pero para estar seguro, él había juntado un total de doscientos cincuenta y seis. Era informático y esos números le producían una extraña fascinación qué, solo los que conocen del tema, podrán decir por qué.
Claro, esto lo supo Amelia gracias al diario que dejo, junto a su testamento, escrito en un documento de Word donde, además de documentar su paso a paso por la senda del suicidio, dejaba claras instrucciones de que hacer con sus pocas pertenencias: regalar sus libros a una escuela o biblioteca pública, principalmente de bajos recursos; quemar sus discos duros, formatearlos y eliminar cada rastro en ellos; una foto a cada uno de sus familiares y amigos, impresa días antes; sus amados discos y películas eran para uno de sus amigos y su cuñado y, por último, sus pocas cosas materiales, venderlas para pagar las deudas que quedaran atrás y los gastos del funeral. Pero no decía nada del por qué. Simplemente había masticado un montón de semillas de manzana, se había acostado en su cama y, mientras una playlist cuidadosamente elegida, donde Radiohead, Portishead, Pink Floyd y Palomas sonaban en aleatorio, se había dejado llevar por el dulce sueño eterno. Sin dramas, ni exageraciones, sin manchas de sangre o escenas grotescas. Solo dormido, consumido en su propia miseria, alejado de todos y dichoso de por fin terminar con su existencia.
Pero la pregunta aún estaba en el aire. ¿Por qué se fue a chingar su madre? Amelia intentaba encontrar respuesta a esta pregunta que, al parecer, Carlos se había olvidado responder. No había nada escrito, no había nada guardado, no había nada escondido. Era un misterio donde no había respuestas correctas. Todo iba bien, tenía un buen trabajo, buenos amigos, una familia. Entonces, ¿por qué? Claro, había tenido sus altibajos, como todos. Problemas de amor, problemas de dinero, problemas, problemas. ¿Pero no es eso lo que todos sufrimos? ¿No es eso lo que todos pasamos? Pareciera que simplemente había tirado la toalla, como dicen comúnmente, olvidándose de pelear un poco más. Pero, aun así, no se había quitado la vida frenéticamente, con un disparo en la sien, impulsivo y desesperado, en un arranque de manía. No, había dejado las cosas que estaban en su poder en orden, había comprado cientos de manzanas, había fabricado un plan cuidadosamente pensado y ejecutado. No estaba deprimido, o al menos eso era lo que aparentaba. Bromeaba y se reía, salía con sus amigos y visitaba a su madre. Funcionaba, según los estándares de la sociedad. Y sin embargo, Carlos había terminado con su vida.
Amelia le daba vueltas a esta pregunta mientras separaba la ropa del velorio. Una a una, las prendas salían y se acomodaban en la cama, la misma en la que apenas unas horas antes descansaba el cuerpo de Carlos. Habían pasado cuatro días enteros antes de que se dieran cuenta de que no respiraba. Cuatro días. No eran muchos, pensó Amelia. Era común que desapareciera por periodos cortos de tiempo, en los que no respondía mensajes o publicaba cosas en Facebook. Es más, incluso recordó que una vez se desconectó completamente, apago el celular y todo aparato electrónico y cuando apareció a los diez días, simplemente les dijo a todos que se había ido de viaje. Gran mentiroso, porque no tenía dinero ni para comer, mucho menos para andar viajando. Pero así era él, se encerraba en sí mismo, arreglaba sus problemas interiores y volvía al mundo, con una sonrisa en el rostro y una puñalada más en el alma.
Amelia por fin eligió un atuendo. Camisa azul, pantalón de vestir gris y unos zapatos negros, que se veían nuevos, aunque la fecha en la caja decía que los compró hacia más de cinco años. Pensó que con eso se vería bien. Nunca usaba ropa de vestir o cosas muy formales, pero pensó ¡qué diablos!, ya está muerto, no va a renegar de lo que le ponga. Este pensamiento la hizo reír un poco, Carlos siempre se jactó de hacer lo que quería y mira, sorpresas de la vida, hoy lo iban a vestir justo como nunca quería vestirse. Amelia dobló la ropa y la guardo en su bolsa. De reojo volvió a buscar algo, una pista del por qué, pero el cuarto parecía en orden. Nada estaba fuera de lugar, incluso el cenicero, que siempre rebosaba de colillas apestosas, ahora solo tenía una y un cigarro a medio consumir. Como si la muerte hubiera llegado antes y le cobrara el último gusto que tuvo en vida. No encontró nada. Salió del cuarto y reviso el resto del departamento. Ahí estaba en la mesa ratonera un libro, con una servilleta en la página diecinueve, marcando donde se había quedado. El escritorio, con sus pastillas para la migraña, un vaso vacío y un cenicero limpio. La computadora, prendida, con el documento de Word y la lista de canciones en el reproductor. Una fotografía de su padre. La chamarra de piel tirada en el sillón. Todo parecía tan normal, todo estaba tan en orden que, si cualquier persona ajena entrara al departamento, sería imposible para ella saber que alguien se había suicidado días antes.
Entonces, ¿por qué se había ido a chingar su madre? Nada tenía sentido, nada era correcto. Porque siempre había trastes sucios y polvo en la mesa, vasos aquí y allá y libros y más libros por todos lados en ese pequeño departamento. Siempre había algo desacomodado, algo que no estaba donde tenía que estar. Y sin embargo, hoy todo estaba bien. Todo. No había ni siquiera papeles en el bote del baño. La basura la había sacado, perdiéndose para siempre algo que pudiera dar una respuesta, alguna foto quemada, el misterio de que fue lo último que bebió o comió, o quizá algún recuerdo del que no quería saber más. Había tirado aquello que no quería que encontraran. Y con ello se fueron las respuestas, ahí se fueron los porqués.
Amelia salió del departamento y hecho llave a la puerta tras de sí. Lloró al darse cuenta de que jamás regresaría a ese lugar, donde nunca falto música, vino y buenas pláticas. Ahora esa ubicación había que borrarla de la aplicación de GPS, para olvidar que alguna vez existió, sabiendo de antemano que se mentiría siempre, que voltearía la cabeza al pasar por ahí, que inconscientemente buscaría con la mirada a Carlos, fumando un cigarro, recargado sobre la puerta viendo como la vida pasaba frente a él, como lo hacen las nubes con formas de animales, un segundo están sobre nosotros y al siguiente se han esfumado, dejando solo una estela de vapor que poco a poco se desvanece y desaparece de este mundo, un mundo que nos ha enseñado a olvidar a aquellos que no tienen ninguna respuesta, pero si, un sinfín de dudas.
Claro, esto lo supo Amelia gracias al diario que dejo, junto a su testamento, escrito en un documento de Word donde, además de documentar su paso a paso por la senda del suicidio, dejaba claras instrucciones de que hacer con sus pocas pertenencias: regalar sus libros a una escuela o biblioteca pública, principalmente de bajos recursos; quemar sus discos duros, formatearlos y eliminar cada rastro en ellos; una foto a cada uno de sus familiares y amigos, impresa días antes; sus amados discos y películas eran para uno de sus amigos y su cuñado y, por último, sus pocas cosas materiales, venderlas para pagar las deudas que quedaran atrás y los gastos del funeral. Pero no decía nada del por qué. Simplemente había masticado un montón de semillas de manzana, se había acostado en su cama y, mientras una playlist cuidadosamente elegida, donde Radiohead, Portishead, Pink Floyd y Palomas sonaban en aleatorio, se había dejado llevar por el dulce sueño eterno. Sin dramas, ni exageraciones, sin manchas de sangre o escenas grotescas. Solo dormido, consumido en su propia miseria, alejado de todos y dichoso de por fin terminar con su existencia.
Pero la pregunta aún estaba en el aire. ¿Por qué se fue a chingar su madre? Amelia intentaba encontrar respuesta a esta pregunta que, al parecer, Carlos se había olvidado responder. No había nada escrito, no había nada guardado, no había nada escondido. Era un misterio donde no había respuestas correctas. Todo iba bien, tenía un buen trabajo, buenos amigos, una familia. Entonces, ¿por qué? Claro, había tenido sus altibajos, como todos. Problemas de amor, problemas de dinero, problemas, problemas. ¿Pero no es eso lo que todos sufrimos? ¿No es eso lo que todos pasamos? Pareciera que simplemente había tirado la toalla, como dicen comúnmente, olvidándose de pelear un poco más. Pero, aun así, no se había quitado la vida frenéticamente, con un disparo en la sien, impulsivo y desesperado, en un arranque de manía. No, había dejado las cosas que estaban en su poder en orden, había comprado cientos de manzanas, había fabricado un plan cuidadosamente pensado y ejecutado. No estaba deprimido, o al menos eso era lo que aparentaba. Bromeaba y se reía, salía con sus amigos y visitaba a su madre. Funcionaba, según los estándares de la sociedad. Y sin embargo, Carlos había terminado con su vida.
Amelia le daba vueltas a esta pregunta mientras separaba la ropa del velorio. Una a una, las prendas salían y se acomodaban en la cama, la misma en la que apenas unas horas antes descansaba el cuerpo de Carlos. Habían pasado cuatro días enteros antes de que se dieran cuenta de que no respiraba. Cuatro días. No eran muchos, pensó Amelia. Era común que desapareciera por periodos cortos de tiempo, en los que no respondía mensajes o publicaba cosas en Facebook. Es más, incluso recordó que una vez se desconectó completamente, apago el celular y todo aparato electrónico y cuando apareció a los diez días, simplemente les dijo a todos que se había ido de viaje. Gran mentiroso, porque no tenía dinero ni para comer, mucho menos para andar viajando. Pero así era él, se encerraba en sí mismo, arreglaba sus problemas interiores y volvía al mundo, con una sonrisa en el rostro y una puñalada más en el alma.
Amelia por fin eligió un atuendo. Camisa azul, pantalón de vestir gris y unos zapatos negros, que se veían nuevos, aunque la fecha en la caja decía que los compró hacia más de cinco años. Pensó que con eso se vería bien. Nunca usaba ropa de vestir o cosas muy formales, pero pensó ¡qué diablos!, ya está muerto, no va a renegar de lo que le ponga. Este pensamiento la hizo reír un poco, Carlos siempre se jactó de hacer lo que quería y mira, sorpresas de la vida, hoy lo iban a vestir justo como nunca quería vestirse. Amelia dobló la ropa y la guardo en su bolsa. De reojo volvió a buscar algo, una pista del por qué, pero el cuarto parecía en orden. Nada estaba fuera de lugar, incluso el cenicero, que siempre rebosaba de colillas apestosas, ahora solo tenía una y un cigarro a medio consumir. Como si la muerte hubiera llegado antes y le cobrara el último gusto que tuvo en vida. No encontró nada. Salió del cuarto y reviso el resto del departamento. Ahí estaba en la mesa ratonera un libro, con una servilleta en la página diecinueve, marcando donde se había quedado. El escritorio, con sus pastillas para la migraña, un vaso vacío y un cenicero limpio. La computadora, prendida, con el documento de Word y la lista de canciones en el reproductor. Una fotografía de su padre. La chamarra de piel tirada en el sillón. Todo parecía tan normal, todo estaba tan en orden que, si cualquier persona ajena entrara al departamento, sería imposible para ella saber que alguien se había suicidado días antes.
Entonces, ¿por qué se había ido a chingar su madre? Nada tenía sentido, nada era correcto. Porque siempre había trastes sucios y polvo en la mesa, vasos aquí y allá y libros y más libros por todos lados en ese pequeño departamento. Siempre había algo desacomodado, algo que no estaba donde tenía que estar. Y sin embargo, hoy todo estaba bien. Todo. No había ni siquiera papeles en el bote del baño. La basura la había sacado, perdiéndose para siempre algo que pudiera dar una respuesta, alguna foto quemada, el misterio de que fue lo último que bebió o comió, o quizá algún recuerdo del que no quería saber más. Había tirado aquello que no quería que encontraran. Y con ello se fueron las respuestas, ahí se fueron los porqués.
Amelia salió del departamento y hecho llave a la puerta tras de sí. Lloró al darse cuenta de que jamás regresaría a ese lugar, donde nunca falto música, vino y buenas pláticas. Ahora esa ubicación había que borrarla de la aplicación de GPS, para olvidar que alguna vez existió, sabiendo de antemano que se mentiría siempre, que voltearía la cabeza al pasar por ahí, que inconscientemente buscaría con la mirada a Carlos, fumando un cigarro, recargado sobre la puerta viendo como la vida pasaba frente a él, como lo hacen las nubes con formas de animales, un segundo están sobre nosotros y al siguiente se han esfumado, dejando solo una estela de vapor que poco a poco se desvanece y desaparece de este mundo, un mundo que nos ha enseñado a olvidar a aquellos que no tienen ninguna respuesta, pero si, un sinfín de dudas.
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