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Mostrando las entradas de agosto, 2020

Anesthetize






Año cero. La explosión.

La explosión germinó días antes de la tercera luna llena. El inicio de un círculo perfecto comienza. Todo es nuevo. Todo es bello. La vida se ha encargado de juntar a dos almas olvidadas, quienes se han buscado durante años por entre sombras y barrancos. Solitarios sueños que se han congregado alrededor de una hoguera y un puerto. Danzan, se mueven y cantan, en fines de semana y días perezosos. Hasta que nos dure. He ahí la sentencia que se ha marcado, dejando una huella implícita y perenne, llevando el amor más allá de los derroteros por los que nos han aventado aquellos que no conocen nuestro destino.

Solo se necesitan unos pocos meses y muchos años de magia para callar esta soledad, la cual encuentra paz en el regazo de comida, viajes y museos. Serenidad con locura, letras con bailes, infantil e inmaduro ha decidido dar el paso a la lógica. Y un 19 ha marcado el camino que esta por venir, lleno de subidas y bajadas, lagrimas y risas, piedras y macetas de corredor que se han callado y hay gritado, sea esto un sin fin de pasiones bajo un mismo techo, miseria y abundancia que van a caerse cuando esto sea necesario, tatuando en los rincones de la memoria aquello que seremos, que fuimos y que somos.

Año cero, donde la historia de la historia empezó con una anestesiada explosión. Fuerte, inmensa, que consume todo, que se lleva los miedos y lava la ceniza que hace hollín en el corazón. Rápida y cegadora es la luz que vimos a través de unos ojos vidriosos, cansados de las lágrimas que empañan cada día nuestra lucha contra el viento de la decadencia y la melancolía. Y así volamos, tomados de la mano, dejándonos arrastrar por el dulce sopor de la inconsciencia y las sensaciones de bajo vientre, amor y comedia, siendo una quimera confundida de sí misma, fusionado la imaginación y el anhelo en uno solo.

La eternidad solo dura un segundo

No digas que no, no vale la pena. Deja que me engañe a mi mismo, solo deja que sea feliz un poco más.

No digas que no, nunca importo nada. Deja que el recuerdo de tu piel se impregne en mis dedos y manche el cuello de mi camisa. Total, el tiempo se encargará de borrarlo también.

No digas que no, tu cabello aún se aferra a mis brazos. Vamos a fumar un último cigarro antes de despedirnos, dejemos que el humo se evapore en círculos y besos.

No digas que no, la noche ha dejado de ser negra. El eclipse que se avecina nos rodea de luz ultravioleta, marcando nuestras siluetas en dos caminos separados que no volverán a encontrarse.

No digas que no, miénteme. Engáñame, hiéreme, mátame. Yo sé que puedo soportar aquello que me arrojes, siempre y cuando no te olvide.

No digas que no, solo deja que me desangre. Olvídame antes de que recuerdes el olor de mi pecho, las canciones de madrugada y las viejas fotografías bajo el techo.

No digas que no, reescribe la historia. Deja que te envuelva en mantas calientes, por sobre todas las cosas, donde no hay frío, donde estás segura, pero tampoco hay calor.

No digas que no, miéntete. Solo así podrás decirme que eres feliz. Y así lo aceptaré. No hay nada más sublime que ver a través de los ojos del tiempo, que dejan huellas imborrables, marcadas con tinta y sangre, con dolor de huesos y rodillas que se arrastran por entre fango y lodo, que ya no piensan en alcanzar nada, solo quieren llegar a donde la tierra es un poco más plana, dejando atrás todo, dejando atrás nada, dejando aquello que se perdió y que ya no vale la pena encontrar, por más que se busque, por más que se añore, por más que se llore.


Porque al final del camino, la eternidad solo dura un segundo.

Tr3s microMIERDAS

Duermevela
Abrió los ojos por última vez. La luz le quemó las retinas, plasmando en su memoria el momento exacto en el que cerraban el ataúd. Sumido en la obscuridad, tomo la que, probablemente, haya sido la decisión más inteligente de toda su vida: Fingir su muerte, para morir realmente.

Paquito
Paquito subió las escaleras, descalzo. No prendió la luz, a pesar de ser medianoche. Fue a la cocina, tomo un encendedor, un cuchillo y una lata de aceite. Con las cosas en mano, entró a la recámara principal y le prendió fuego. Cuando los bomberos le preguntaron el porqué del cuchillo, Paquito, con su sonrisa de oreja a oreja, respondió: Si mi papá se despierta, mato a mi hermanita rápido, para que sufra menos de lo que ya ha sufrido.

Atemporal
Dios, en su infinita sabiduría, nos ha dejado solos para que entendamos una cosa: Hay que buscar la muerte, día a día, hasta poder comprender que todo fue en vano.

Perra vida

—Wey, no mames. Déjame un poco de soda, no te la vayas a acabar.
—No estés chingando, nomás pusiste cincuenta varos y quieres más. Vete a la verga.

El sonido de la esnifada, cargada de mocos y miseria, se escuchó fuerte en ese cuarto de paredes rayadas y suelo frío. La noche se acercaba despacio, con su dosis de demonios propios, listos para arrancarte la camisa y matarte, sin preguntar ni avisar.

Juan le dio otra jalada a una de las líneas de polvo blanco que tenía frente a sí. Inmediatamente después, volteo la cabeza hacia el cielo raso y cerro los ojos, sintiendo el ardor en su nariz y el adormecimiento de su garganta. Gimió, disfrutando el falso placer que la droga le brindaba, mientras su pulso se aceleraba y su cerebro comenzaba a maquinar y elaborar cientos de ideas, pensamientos suicidas y sueños vacíos.

—No seas culero, puto —le dijo Miguel, mientras sus ojos no dejaban de ver la cocaína.
—¡Ya te dije que quites a la chingada, pendejo! — le grito Juan, al mismo tiempo que lo empujaba.

Miguel cayó de nalgas. Vio como su amigo volvía a darle otro jalón y sintió su sangre hervir. Lo que segundos antes había sido una tarde de risas, entre alcohol y dulces, se había convertido en un sentimiento de odio y humillación que le carcomía el alma.

Saco el filero que llevaba siempre consigo y le asestó la primera puñalada en la espalda. Todo paso en cámara lenta. Vio el primer hilo de sangre correr por la piel desnuda, mientras Juan volteaba a ver a su verdugo. Retorció un poco el arma antes de sacarla y clavarla de nuevo, ahora en el cuello.

—¡Te dije que me dieras más, hijo de tu perra madre! —le gritaba, mientras lo apuñalaba presa de un frenesí asesino, una y otra vez, salpicando todo de sangre y sudor —¡No te costaba nada pinche ojete de mierda, nada!

Juan sintió un escozor en la espalda. Inmediatamente después de eso, su respiración se volvió difícil mientras la sangre llenaba sus pulmones, ahogándolo. Giro un poco la cabeza y de reojo vio la hoja del cebollero bajar sobre su cuerpo, abriéndole un agujero en el cuello. Sabía que ya no podía hacer nada. Quiso gritar, pero de su garganta solo broto sangre y saliva. La asfixia era inminente. Vio la mesa y pensó absurdamente que la coca se había arruinado, ya que el líquido había caído sobre ella, disolviéndola poco a poco.

A los pocos minutos, todo había terminado. Juan yacía sobre su costado, con un charco rojo creciendo debajo de él y los ojos abiertos, viendo a la nada. Un sabor acre empezó a llenar el cuarto, con el olor a muerte avanzando centímetro a centímetro. Miguel lo volteo y esculco sus bolsillos, rebuscando dinero y -su verdadero propósito- las otras drogas que habían comprado juntos. Cuando encontró lo que quería se sentó frente a Juan, mientras recargaba la espalda contra la pared sacaba la pipa de cristal, para quemar la piedra que acababa de tomar. Miro a Juan y con un tono que mezclaba las lágrimas con la rabia, le dijo:

—Te dije que me dejaras un poco, pinche pendejo —mientras le daba una profunda calada, sumiéndolo lentamente en el vacío de su miseria, pesadillas de soledad y noche, junto a los demonios que ya habían hecho su trabajo.