Perra vida

—Wey, no mames. Déjame un poco de soda, no te la vayas a acabar. 
—No estés chingando, nomás pusiste cincuenta varos y quieres más. Vete a la verga. 

El sonido de la esnifada, cargada de mocos y miseria, se escuchó fuerte en ese cuarto de paredes rayadas y suelo frío. La noche se acercaba despacio, con su dosis de demonios propios, listos para arrancarte la camisa y matarte, sin preguntar ni avisar. 

Juan le dio otra jalada a una de las líneas de polvo blanco que tenía frente a sí. Inmediatamente después, volteo la cabeza hacia el cielo raso y cerro los ojos, sintiendo el ardor en su nariz y el adormecimiento de su garganta. Gimió, disfrutando el falso placer que la droga le brindaba, mientras su pulso se aceleraba y su cerebro comenzaba a maquinar y elaborar cientos de ideas, pensamientos suicidas y sueños vacíos. 

—No seas culero, puto —le dijo Miguel, mientras sus ojos no dejaban de ver la cocaína. 

—¡Ya te dije que quites a la chingada, pendejo! — le grito Juan, al mismo tiempo que lo empujaba. 

Miguel cayó de nalgas. Vio como su amigo volvía a darle otro jalón y sintió su sangre hervir. Lo que segundos antes había sido una tarde de risas, entre alcohol y dulces, se había convertido en un sentimiento de odio y humillación que le carcomía el alma. 

Saco el filero que llevaba siempre consigo y le asestó la primera puñalada en la espalda. Todo paso en cámara lenta. Vio el primer hilo de sangre correr por la piel desnuda, mientras Juan volteaba a ver a su verdugo. Retorció un poco el arma antes de sacarla y clavarla de nuevo, ahora en el cuello.

—¡Te dije que me dieras más, hijo de tu perra madre! —le gritaba, mientras lo apuñalaba presa de un frenesí asesino, una y otra vez, salpicando todo de sangre y sudor —¡No te costaba nada pinche ojete de mierda, nada!

Juan sintió un escozor en la espalda. Inmediatamente después de eso, su respiración se volvió difícil mientras la sangre llenaba sus pulmones, ahogándolo. Giro un poco la cabeza y de reojo vio la hoja del cebollero bajar sobre su cuerpo, abriéndole un agujero en el cuello. Sabía que ya no podía hacer nada. Quiso gritar, pero de su garganta solo broto sangre y saliva. La asfixia era inminente. Vio la mesa y pensó absurdamente que la coca se había arruinado, ya que el líquido había caído sobre ella, disolviéndola poco a poco.

A los pocos minutos, todo había terminado. Juan yacía sobre su costado, con un charco rojo creciendo debajo de él y los ojos abiertos, viendo a la nada. Un sabor acre empezó a llenar el cuarto, con el olor a muerte avanzando centímetro a centímetro. Miguel lo volteo y esculco sus bolsillos, rebuscando dinero y -su verdadero propósito- las otras drogas que habían comprado juntos. Cuando encontró lo que quería se sentó frente a Juan, mientras recargaba la espalda contra la pared sacaba la pipa de cristal, para quemar la piedra que acababa de tomar. Miro a Juan y con un tono que mezclaba las lágrimas con la rabia, le dijo:

—Te dije que me dejaras un poco, pinche pendejo —mientras le daba una profunda calada, sumiéndolo lentamente en el vacío de su miseria, pesadillas de soledad y noche, junto a los demonios que ya habían hecho su trabajo.
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