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Manual para leerle el amor




Tomé su mano y la invité a leer un libro nuevo. Vi de reojo su expresión, con esa chispa entre deseo y complicidad. Era la primera vez que estábamos juntos, en esa habitación, con una copa de vino corriendo por nuestras venas y la cálida luz de la tarde atravesando las persianas.

Con cuidado quité el celofán que lo cubría. Fue un descubrimiento poder observar la portada, hermoso título sugerente y bella caligrafía. Su dedo se posó en el nombre del autor y delineo las letras. Nuestras miradas se cruzaron, mientras yo lo giraba un poco para sentir el lomo.

Este era terso, como una perla. Invitaba a repasar con la palma su longitud, de arriba hacia abajo. Lento, disfrutando cada sensación y guardándola en la memoria. Sentados en la cama, nos quitamos los zapatos y leímos la contraportada. Interesante, llena de misterio y pasión. Nos desesperábamos por abrir el libro y repasar sus hojas, una a una, pero también es cierto que ese juego previo nos hacía desearlo cada vez más. No podíamos dejar que el ansía del momento nos robara esos instantes. No porque no fuera a haber más libros, sino porque este primero marcaría el ritmo de las lecturas venideras.

Nos recostamos uno a lado del otro. Puso su mano en mi pecho y me pidió que comenzara a leerle. Y eso hice. Empecé por la dedicatoria, despacio. A cada vuelta de página, la respiración se volvía más intensa. Queríamos llegar al final, intentamos incluso saltarnos algunos capítulos, pero no, seguimos en ese vaivén de ir y venir. Nos regresábamos a las partes que más nos gustaron y aquellas que no entendimos bien, las dejamos para una segunda lectura más a fondo. Y así fuimos, leyendo cada vez más deprisa, rítmicamente, en un baile sin fin...

Hasta que terminamos.

Puse el libro sobre la mesa de noche y nos quedamos acostados. Disfrutamos el calor de nuestros cuerpos y la explosión de nuestra lectura. Y así, sin más, se quedó dormida, mientras mi brazo la rodeaba y mi mente divagaba, imaginando una vida llena de libros, libretas, blocs y hojas donde íbamos a escribir nuestra historia.

Pérdida




Te esperé, con un vaso de agua y dos cigarros. Al final del otoño, sentado en una banca, con un ramo de flores y la mirada buscando tu silueta, entre cientos que se encontraban frente a mí.

¿Acaso te preguntaste en donde estaba?

Te esperé, con una copa de vino y una carta. Al inicio del invierno, cuando empezó la caída y el peso de cientos de hormigas en mi mente. Aquellas que poco a poco iban llenando los espacios vacíos con gangrena y un poco de soledad.

¿Acaso pensaste en cuanto me dolía?

Te esperé, con una botella de tequila y un limón. Cuando el frío se volvió incansable y mis pies no pudieron seguir. Y tú sabías muy bien como eso me consumía, rodeado de mis demonios, en un valle de sal y viento.

¿Acaso dudaste cuando me apuñalaste?

Te esperé. Al final de todo, cuando los días se confundían con las noches, en un sinfín de horas pasando por entre el hueco de la puerta, diluyéndose lentamente, con las memorias y los besos olvidados.

¿Acaso volteaste cuando te fuiste?

Si, te esperé. Estúpida y neciamente te esperé. Aún después de la muerte, te esperé. A pesar de saber que te había perdido hacia mucho tiempo.

Pequeña historia de sexo y miseria




Y ahí estaba yo, de nuevo. Ebrio. Con el fuerte aroma de un perfume de catálogo pegado a mi nuca, como una costra de sangre, que rascas y lo único que logras es hacerla sangrar de nuevo. Ella es persistente, su risa burbujeante con olor a aguardiente mostraban los dientes más amarillos que en mi vida había visto. Su lengua buscaba a cada rato la mía, salivando, como si de ello dependiera su dinero. Y mis manos le sobaban las nalgas, atrayéndola hacia mí, sintiendo su calor y bebiendo de su cuerpo.

Otro vaso de vodka encuentra la muerte en mi garganta. La mujer que encontré ahí me trae otra copa y me enciende un cigarro, pintando las orillas de un falso carmín. Lo tomo y a ella la siento en mis piernas. Los grotescos contoneos que hace, con lo que alguna vez fueron caderas, intentan provocar en mí una erección. Pero todo esto me parece tan banal y miserable que mi pene permanece inerte. "Y que, ¿yo no tomo?, papi", me dice. Le invito de mi vaso y de un trago desaparece la mitad de la bebida. Se ríe. Con el dorso de la mano se limpia la baba e intenta besarme de nuevo. Giro la cabeza y sus labios solo alcanzan a rozarme la oreja. "¿No te gusto, papi?", me dice. Le respondo que no es eso, simplemente no me gustan los besos.

La tenue luz en este bar dibuja sombras y despiertan monstruos. Monstruos de media noche y melancolía. Y, a pesar de que ahora la mano de mi amante frota sobre el pantalón mi entrepierna, me siento más solo que nunca. Ambos sabemos muy bien que lo hace por los doscientos pesos que cuestan sus caricias. Y poco a poco, la debilidad de mi carne reacciona y mi corazón llora. Me levanto al baño, intentando ocultar la vergüenza de mi inminente erección.

Me encierro en un cubículo, apestoso a orina y cigarro. Sobre la tapa del depósito, dibujo un par de líneas blancas y aspiro su veneno, que patea directo en mi cerebro. Siento de inmediato su efecto, que quema mi nariz y adormece mi lengua. Y mi mente se sumerge en ese dulce sopor, dónde todo es eterno y la muerte se desvanece en rápidos giros, dejando ver pequeños destellos de frivolidad y decadente bienestar.

Salgo del baño, dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias. Todo o nada. En este mar de hubieras no hay puntos medios. Ya ni siquiera intento ocultar la rigidez de mi miembro. Tomo la mano sudada de aquella que me espera en la mesa. Y en sus ojos negros vislumbro un dejo de complicidad y picardía. Pero no es aquella complicidad que me hace feliz, es una complicidad pagada. No es una picardía excitante, es una picardía sucia. Y después de aventar un billete a la mesa, nos dirigimos a la salida. Tomados de la mano, me grita al oído, "¿ya te arreglaste, papi?", y yo solo alcanzó a asentir, con la mirada vacía y el alma rota.

Llegamos al cuarto que tristemente llamo hogar. Alcanzo a ver la desilusión en su rostro, pero lo disimula muy bien al hincarse y bajarme el cierre del pantalón. Diestra en su profesión, con una mano toma mi sexo, mientras que con la otra acaricia mi escroto. Chupa, lame y succiona, como una posesa. Sus labios hacen un chasquido cada vez que se saca el pene de la boca. Y un hilo de saliva cae sobre su escote, encontrado su fin entre la línea que divide sus pechos.

El sexo con ella es decepcionante, para ella, no para mí. Después de desnudarnos y ponerla en cuatro, la penetró, inundando el silencio con sus gemidos fingidos y mi respiración agitada. En menos de diez minutos he terminado. El propósito ha sido cumplido, mi miembro se desvanece y yo me acuesto exhausto en la pequeña cama. Veo de reojo su expresión condescendiente, mientras me pregunta si quiero que se quede, papi, con una mano en su vagina, masturbándose. Con voz cansada le digo que no, que tome el dinero de mi pantalón y que se largue. Ni siquiera le regalo una mirada mientras se viste, gritándome poco hombre, ya que mis ojos están clavados en el techo carcomido por la humedad y los insectos. Y se va azotando la puerta, dejándome solo.

Y ahí estoy yo, de nuevo. Ebrio, drogado y con la mezcla del aroma de semen y perfume barato en mi entrepierna. Soñando con la muerte e imaginando como alcanzarla.