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Después de todo, no queda nada

—Alexa, pon la “Canción más hermosa del mundo”.

De la bocina empezó a sonar la voz grave de Joaquín Sabina. El whiskey se mezcló con refresco de cola y dos hielos en un vaso y un nuevo cigarro apareció con su punta incandescente en el cenicero. La música sonaba mientras la bebida encontraba su fin en la garganta gastada y refrescaba el estómago vacío de ese pobre diablo, nunca le había gustado comer solo, pero beber sin compañía, era un ritual al cual ya se había acostumbrado.

Llevaba varios meses dejándose seducir por la idea del suicidio. Cada vez la encontraba más certera, más acorde a su pensamiento. No era depresión, ni soledad. Esta última se había convertido en su amante desde hacía mucho tiempo. Era más bien un hastío generalizado a todo. No podía encontrar una mejor explicación. Estaba harto de su trabajo de seis a seis, cansado de las pláticas superficiales en las colas de los supermercados, exhausto de las salidas a los bares y aburrido de despertar de vez en cuando con un rostro distinto, mirándolo, interrogándolo por las mañanas acerca de las mentiras dichas la noche anterior. Ese hastío se acumulaba día a día, noche a noche, mientras escribía sobre amores decadentes y soñaba despierto con algún día ser colocado al mismo nivel de Bukowski, Hemingway o Fante. Pero cada vez más se daba cuenta de que, lejos de ser reconocido, lo único que quería era morir.

—Alexa, pon “Nos sobran los motivos”.

El aparato cambió la canción. Su único consuelo era que tenía el suficiente dinero para comprar la botella que quisiera. Nunca le gustó el tequila, y el ron le caía pesado. Así que compraba whiskey. Lo había probado casi todo. Americano, escocés, japonés. Y el mejor era siempre el bourbon, con tragos dulzones, de fácil digestión. Muchas noches había pensado que ese era el fin, pero la cabeza embotada y el caminar torpe le llevaba al colchón antes de que pudiera abrir las llaves de gas y sumergir la cabeza en el fondo del horno.

—Alexa, pon “Amanece diario y ya la extraño”.

“Esta es la noche”, pensó para sí. Ya había tomado la decisión. El alcohol aún no hacía mella en sus sentidos, por lo que su voluntad era fuerte. No había pensado en cuáles serían sus últimas palabras. ¿Tenía que dejar algo por escrito? Ni siquiera estaba seguro si encontrarían su cuerpo en los próximos días. ¿Quién se molestaría en leer su última diatriba contra su propia existencia, contra el tedio que le causaba la humanidad desde el momento mismo en que, después de una profunda introspección, se había dado cuenta de que la nada era el inicio y fin de todo ser y todo sistema? La nada era el sistema que dominaba el universo, más a allá del caos y la entropía. De la nada había nacido todo, y todo se convertiría en nada. Nada. Una interminable cadena de días, noches, eras e infinitos donde el tiempo se confundía y mezclaba con el etéreo vaivén del universo. El sentido de la vida era encontrar el significado de su propia nada y aferrarse a ello. Y después de un tiempo razonable, terminar con su existencia.

—Alexa, pon “La llorona”.

Una copa más se termina y otro cigarro se consume entre los dedos donde antes hubo un anillo de bodas. Ahora solo quedaba el bronceado redondo y claro, como un tatuaje hecho sin pensar, de esos que te arrepientes al día siguiente. Se puso de pie y giro su cuerpo en dirección a la cocina. “Hoy es el día”. Giro la perilla del primer hornillo y se inclinó para oler el dulce aroma a serenidad. El gas rápidamente inundó el ambiente. Giro la segunda y la tercer perilla y, al final, abrió la puerta de la estufa. Ahora solo quedaba esperar. Tomo la botella y se sirvió otra copa, esta vez sin refresco, para que la valentía no se escapara de sus manos. Estaba decidido, sí. Más no por eso no dejaba de tener miedo.

—Alexa, pon “El último blues” de Armando Palomas.

El aparato obedeció sin chistar. Se le pasó por la mente prender un cigarro, pero recordó lo que hace menos de cinco minutos había hecho. Se tomó de un trago lo que quedaba y el calor inundo su garganta. Sus parpados empezaban a sentirse pesados, más no logro descubrir si era por el whiskey o el gas. Lentamente, su mente se fue apagando, perdiéndose en la inconsciencia, registrando en su memoria -de manera irónica- como se resbalaba el vaso su mano, haciéndose añicos contra el suelo.

Luna y silencio

Deja que el tiempo lave todo, se diluya entre los compases de una canción y dos vasos de cerveza. Deja que tu cabello queme tu espalda, mientras mis dedos recorren tus hombros y guardan en sus yemas cada una de tus pecas.

Deja que la memoria invente nuevas maneras de hacerte reír, ya sea con una historia o una ilusión. Deja que te bese la punta de los pies, mientras las voces del pasado callan, se ahogan en su cada vez más distante recuerdo.

Deja que diga que el cielo es tornasol, que tus ojos ya han visto mucho. Deja que la soledad se aleje sola, guárdala en una bolsa y sácala a pasear solo cuando necesites su compañía, mientras que tomas mi mano con la tuya.

Deja que lo inconcluso se haga infinito, que el sentimiento se vuelva efímero, que la vida sea etérea. Deja que mis pies calienten tu sueño, que tu nombre se fusione con el mío, que las palabras que broten de mi pecho te acaricien y mis brazos te sonrojen. Deja que te ame sin recelo, en los días de lluvia y las tardes cuando me odies, deja que las noches sean nuestras y que nadie nos arrebate la playa, esa que hicimos propia al sonido de una guerra que quiere paz. Deja que me aleje solo para buscarte, que te encuentre en mi nostalgia, que cuando sea muy estúpido para no saber qué hacer, me recuerdes que todo vale la pena. Deja que te ame, aunque tú no quieras, aunque no lo necesites, aunque me olvides.

Solo déjame hacerlo, porque no te puedo prometer la luna, pero sí que nos sentaremos en silencio, para observarla a través de nuestra ventana.