Dos historias de amor y una de muerte
Alejandro se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Sus ojos lagrimeaban, intentando acostumbrarse a la luz blanca que iluminaba fuertemente la habitación. Intentó taparse la cara, pero sus brazos, después de levantarse unos pocos centímetros, cayeron rendidos. El segundo intento fue incorporarse, pero resultó peor que con las manos. No podía moverse. Aturdido, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.
*
Había salido de trabajar a las diez de la noche, su hora habitual. Tenía planes de salir con una amiga, con la cual llevaba platicando varios meses y con quien la química era más que evidente. Ya habían pospuesto la cita varias veces, por lo que era imperativo que esa noche todo saliera perfecto. Tomó un taxi, se fue a la casa y después de un duchazo rápido, le marco a Carolina para confirmar el lugar.
Llegó cerca de las once, a un bar céntrico de Irapuato, con tenues luces que invitaban a una plática íntima y personal. Se pidió una cerveza y esperó. No pasó mucho tiempo hasta que vio cruzar por la puerta a su cita, con el cabello negro suelto, hermoso. Se levantó de su silla y después de darle un beso en la mejilla, la invito a sentarse.
Pasaron la velada de lo más bien, platicando de todo y nada, entre tragos y jazz suave. Tanto fue así, que a la hora del cierre el mesero les recordó que había que pagar y salir, ya que tenía que empezar a recoger las cosas. Salieron del lugar y debajo de un árbol, la besó.
Ocho años después, volvieron al mismo bar donde tuvieron su primera cita, ahora para festejar el cumpleaños número siete de su primer hijo, ese que se gestó aquella noche de marzo, rodeados de jazz suave y amor en el aire.
*
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
La garganta estaba seca. Intentó tragar saliva, pero su boca era un desierto árido. Le preocupo la dificultad con la que le costaba hacer todo. “¿Cuánto tiempo llevo en esta cama?” pensó. De reojo vio pasar a una mujer. Una mujer que no conocía. Esto lo sobresaltó. “¿Dónde estoy?”. Intentó enfocar mejor y vio tras las persianas gente vestida de blanco. “Ok, es el cielo o estoy en un hospital”.
—Enfermera. Enfermera —dijo, pero su voz fue poco más que un susurro.
Movió un poco la mano, pero, cansado, volvió a cerrar los ojos y espero el sueño.
*
Mariana se enrolló en las sabanas de la cama. Abrazó por la espalda a Alejandro y le dio un beso.
Después de cenar y tomar un par de copas, se habían ido al pequeño cuarto que él rentaba en "La Doctores", donde la cobija en la ventana impedía que el frío de Pachuca pegara de lleno en la pequeña habitación.
Los besos en el pequeño sofá aumentaron al grado de no poder resistirse más. Al ritmo de Portishead se desnudaron y se tumbaron en la cama. Hicieron el amor durante un largo rato, entre caricias y manos recorriendo cada parte de sus cuerpos. Cada tanto sus miradas se cruzaban y una sonrisa cómplice se dibujaba en sus rostros. Al cabo de unas horas, sudorosos y extasiados, se recostaron uno junto al otro.
Mariana pensaba en esto mientras repegaba su cuerpo al de Alejandro. Después del calor del momento, la cobija en la venta no era suficiente contra el viento que aullaba afuera. No sabía como decirle que no quería que se fuera, que esa noche no podía ser la última para los dos. Apenas había comenzado su historia y aún les faltaban muchas cosas por vivir. Su primera pelea, su primera decepción, su segundo primer beso después de la reconciliación. Ella había encontrado los boletos del autobús en la cartera de él, junto a una nota de una empresa de mudanzas. No lo volvería a ver y no encontraba el mejor momento para decirle que no, que aún no era suficiente.
Alejandro se despertó cerca del amanecer. La vio recostada a su lado, con la mano debajo de su mejilla, viendo la pared de donde colgaba una cadena que servía como closet. Su mirada estaba triste, dolida. Había llegado el momento de decirle la verdad y como no hay manera de decir las malas noticias, solo comenzó a hablar.
—Oye, te tengo que decir algo.
—No te vayas.
—No me puedo quedar, no tengo nada aquí.
—¿Yo soy nada? Me tienes a mí.
—Lo sé, y si pudiera me quedaba. Pero tengo que irme. Mi papá está enfermo y tengo que estar allá, cuidar a mi madre y prepárame para lo peor.
La despedida fue muy dolorosa. Mariana se vistió en silencio y justo antes de salir, le dio un beso en la mejilla. No podía entender como todo había terminado así, rápido, sin dudarlo un segundo, sin anestesia ni segundas oportunidades. Camino a su casa y después de llorar toda la mañana, se duchó y se fue al trabajo. No pensaba, hacia sus tareas en automático y cuando el jefe vio que era la segunda vez que se enjugaba una lágrima, le dijo que mejor se tomara la tarde libre, que se repusiera y que regresara al otro día.
Camino como un zombi, sin rumbo ni sentido, por entre las calles y avenidas de esa tarde de diciembre. Su cabeza era un mar de sentimientos encontrados, nostalgia, rencor, amor y desilusión, todos conviviendo juntos en una vorágine de recuerdos y tristes hubieras. Ya no había nada más que hacer y con eso en mente se fue a su casa.
Pero junto antes de llegar, lo vio. Estaba en su puerta, esperando. Era Alejandro.
—¿Qué haces aquí? Yo pensé que ya ibas en camino a Irapuato.
—No me puedo ir sin ti, no puedo. Intente irme, pero justo antes de subirme al camión, mi vida perdió todo sentido.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Te quedas?
—No, vine por ti, vámonos. Sé que es mucho pedir y que no sé que nos depara el futuro. No puedo prometerte nada, no puedo bajarte las estrellas ni mucho menos llevarte a ellas. Pero sé que te amo. No tengo nada, no soy nada y lo poco que puedo ofrecerte es efímero y quebradizo. Pero es lo que soy. Este imperfecto saco de miseria convertido en escritor, que le escribe a la luna y le roba solo un poco a la soledad. Un ser que lo único que sabe con certeza es que te amará como ninguno y como nunca nadie más lo hará. Y no puedo quedarme, pero si puedo llevarte conmigo.
Mariana se enrolló en las sabanas de la cama. Abrazó por la espalda a Alejandro y le dio un beso. Y mientras se repegaba a él, recordaba aquella noche de diciembre, cuando decidió dejar todo atrás por una vida llena de incertidumbres y carencias, junto al hombre que la amaba y le escribía cuentos solo para ella, cuentos de amor y ocaso.
*
Alejandro intentó por tercera vez hacer contacto con el mundo exterior. Sentía un poco de fuerza en sus manos y sus ojos se habían logrado acostumbrar a la luz. También sentía la boca menos reseca y el dolo en su cabeza lentamente se iba desvaneciendo. Trato de mantenerse consciente hasta que una enfermera estuviera cerca.
—¿Hola?
La enfermera se sobresaltó al escuchar la voz que venía del paciente que estaba tendido en la cama. Se llevó las manos a la boca, mientras abría de más los ojos. Salió corriendo de la habitación, tirando un carrito de medicamentos en el proceso. “La espanté”, pensó Alejandro. “Pero por lo menos sabe que estoy aquí, va a regresar”.
*
Alejandro se aferró a lo último que podía hacer. Ya no tenía nada que perder. Aquellas personas a las que había amado se habían ido, sus posesiones esfumado y sus ganas de vivir muerto. Era la sombra de una sombra de lo que antaño fue, el leve pitido que poco a poco se hace más bajo cuando se acaba una canción que sonó fuerte. Había sido, fue lo que nunca más pudo ser. Y ahora se estaba extinguiendo.
Ya no había nada que hacer. Solo terminar con esa vida tan agitada y loca, llena de amor, desamor y decadencia. Era hora de bajarse de la montaña rusa, pagar el peaje y dejarse llevar por lo que sigue. No había rencor ni viejas ilusiones, no había miedo ni alegrías. Solo había paz. Una paz infinita, aquella que solo conocen los suicidas, justo cuando determinan el momento exacto en que terminaran sus vidas. Es un sentimiento de liberación, no tienen que cargar con ningún peso, no hay remordimientos ni congojas. Tampoco hay regocijo, solo tranquilidad. Un tranquilo sopor atemporal, como lo es un paisaje fotografiado donde se ve un lago sin ondas pintando sus aguas, en donde los árboles no dejan caer sus hojas y el viento no mueve el césped, no existe, ya que está paralizado en un momento eterno, estampado para siempre en una soledad difusa.
Alejandro se aferró al arma que tenía en la mano y recorrió con los dedos la silueta que esta tenía. Sus canales, curvas y líneas rectas, el frío acero reconfortante, la punta hueca del cañón. Una pieza de ingeniería, de una belleza extraña, inventada para solo un propósito: la muerte. Nunca nadie había podido ser tan cruel, hasta que ese inventor decidió que había una manera más eficiente de terminar con la vida de alguien. Y de su ingenio nació ese ángel exterminador, finamente tallado, con esmero y delicadeza, casi con amor. Como si de un hijo pequeño se tratase, moldeado para ser lo que su creador quisiera que fuese. Y desde entonces, había sido perfeccionado, año tras año, época tras época, tras cientos de artesanos que moldearon con sus manos a aquel pequeño, hasta convertirlo en la máquina de lágrimas y odio perfecta. Una bala, bien colocada, puede cambiar al mundo.
Cerró los ojos y se recostó en el suelo de ese viejo departamento donde llevaba viviendo los últimos quince años. Ese lugar que vio como construía una vida con el amor de su vida y como al pasar el tiempo este se ahogaba. Allí donde las paredes recibieron los golpes de impotencia que nacían de sus puños, las botellas de bourbon estrelladas una tras otra, donde un nuevo amor floreció y murió. Ese espacio que vio nacer sus mejores cuentos y su prosa más melancólica, con cientos de borradores y letras tiradas por el escusado del olvido, ya sea porque eran muy personales o definitivamente muy mal escritas. Su casa, el hogar que construyó, ahora yacía corroído hasta los cimientos de soledad y desesperanza. Con cientos de recuerdos revoloteando el aire, imperceptibles, como lo son las motas de polvo que se ven a través del rayo de sol que atraviesa la ventana. Siempre ahí, aunque no se sientan, cayendo sobre la espalda desnuda e impregnando todo, a pesar limpiar a conciencia, siempre va a existir esa fina capa de porqués, hubieras e incertidumbre. Y no existe forma de borrarla, ni siquiera de ocultarla, porque se levanta y cae, todos los días, a cada paso del camino.
Alejandro acercó el arma debajo de su mandíbula y jaló el gatillo. Estaba hecho. Todo había terminado. Y de su otra mano, cayó un papel con lo último que escribió en vida: “Hoy, ya no tengo nada más que decir”.
*
La enfermera llegó con el doctor Alberto. Después del sobresalto inicial, salió corriendo a buscar al médico, ya que el paciente estaba despierto. Entraron al cuarto donde Alejandro los recibió con una mueca que parecía el esbozo de una sonrisa.
—Hola.
—Hola, Alejandro, vaya susto le dio a la enfermera.
—Los siento, no quería espantarla. ¿Está bien? —le preguntó, dirigiéndose a ella.
—Si, no se preocupe. Me disculpo por salir de esa manera tan brusca —le respondió.
—Y bien, dígame doc. ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasó? ¿Cuánto tiempo llevo tendido siendo un lastre?
El doctor lo vio fijamente. El paciente no parecía tener conciencia del tiempo, tampoco recuerdos de su accidente. No sabía hasta qué punto su cerebro se había deteriorado, ni hablar de sus músculos y capacidades motoras. Aunque, siendo optimistas, la manera de expresarse predecía que lo físico sería más complicado que lo mental.
—Está en el hospital general, en Irapuato. Cayó de un tercer piso mientras hacia su trabajo y sufrió varias fracturas —le respondió, evadiendo la pregunta más importante.
—Puede tutearme doc, presiento que nos veremos por un buen rato.
Alejandro captó el pasado en el “sufrió”, además de que ahora podía mover sus extremidades, un poco, pero las movía y no sentía dolor alguno. Solo el de la cabeza, e incluso ese ya era un leve pulso.
—Ok, si así lo prefieres.
—Si, así está mejor. Pero, dígame, ¿cuánto tiempo ha pasado? Tengo la sensación de que un buen rato, además de que no me duele nada más que la cabeza. ¿Un mes? ¿Dos? ¿Seis?
—Antes de llegar a eso, primero debemos hacer unas pruebas, revisar sus funciones motoras y su capacidad cerebral, y ya después podré darle más respuestas.
—Doc, esta no es una respuesta que sea relevante para nada de eso, solo quiero saber cuanto tiempo pasó. No creo que sea muy difícil de entender. Quíteme el curita, arránqueme la venda de los ojos, como quiera que sea lo voy a saber y prefiero que sea más temprano que tarde.
El doctor tomó aire, resopló y limpio sus lentes con la camisa. Como decirle que había perdido parte de su vida, que su pareja un buen día simplemente dejo de visitarlo, que sus padres ya habían muerto y que no le quedaban más amigos. No eran noticias fáciles de decir, mucho menos de digerir. Pero él tenía razón, se iba a enterar de una u otra forma.
—Antes de decirte, prométeme que permanecerás calmado. En la condición actual que presentas, no podemos dejar nada al azar y cualquier cosa puede ser perjudicial para tu salud y recuperación.
—Ok, lo prometo. Solo dígame y no le demos más vueltas al asunto.
—Han pasado ocho años. Estuviste ocho años en coma.
Alejandro no supo qué responder. Su mente se quedó completamente en blanco después de escuchar el primer “ocho”. Quien sabe que tanto había pasado en ese tiempo, quien sabe que tanto había perdido. Pasaron unos segundos antes de que el llanto y la desesperación se hicieran presentes. El doctor le ordenó a la enfermera que le administrara un sedante y mientras caía en el sopor inducido por las drogas, quiso volver a vivir sus sueños, aquellos donde todo su pasado había sido diferente y que ahora solo eran el recuerdo de un recuerdo, difusos e inexorablemente lejanos.