El ruido del vaso, al estrellarse contra el suelo, lo despertó de su letargo. Se levantó sobresaltado, pisando un trozo de cristal en el camino. La sangre que brotó de la planta de su pie dejó una mancha rojiza en el piso de ese cuarto maloliente y atestado de cucarachas, perdido entre los cientos de vecindades de la ciudad de México.
—Puta madre.
Se sentó en el borde la cama y tomo un pedazo de papel de baño. Tomó el trozo de vidrio que seguía firmemente incrustado en su carne y jalo de él, ahogando un grito de dolor. Tomó el papel y se envolvió el pie lo mejor que pudo, asegurando la improvisada venda con un poco de cinta eléctrica. Recogió los pedazos de cristal que alcanzó a ver y los aventó a un rincón del cuarto. Volteó a ver el reloj que colgaba de la pared frente a la cama, con una mancha de cochambre y suciedad, ese que estaba ahí desde que se mudó hace ya nueve años: 3:07 de la madrugada. Buena hora para sentarse a escribir.
Camino seis pasos por el cuarto y se sentó en la pequeña mesa de madera, que fungía tanto como mesa de comedor, escritorio y barra de cocina. Todo lo que tenía cabía dentro de un espacio tres por ocho metros cuadrados. Dos maletas donde la ropa se hacinaba hecha bola, una cama maltrecha, una pequeña parrilla de gas, una mesa y una silla y más de seiscientos libros regados por toda la estancia. El frigobar y el reloj de pared no eran suyos, esos estaban cuando arrendó el lugar, así como el buró de noche, donde descansaba el cenicero, lleno de colillas de cigarro, sus llaves y el poco dinero que lograba juntar de la venta de sus libros.
Abrió la vieja laptop que se había negado a empeñar tantas veces y, frente a sí, la pantalla mostró la novela en la que noche tras noche trabajaba. Releyó por enésima el último capítulo y comenzó a escribir. Sus dedos parecían los de un pianista, utilizando todos los dedos para poner las comas, los acentos, los guiones y las palabras, que se encadenaban una tras otra, formando primero, líneas, luego párrafos y por fin páginas tras páginas. Prendió un cigarro y el humo inundó sus pulmones ennegrecidos de tantos años fumando. Vio de reojo el reloj. Quince para las ocho. Tomó un vaso de la repisa que se había ingeniado con unas cajas de madera y se sirvió un buen vaso de licor de caña. Espero a que el líquido pálido bajara por la garganta, calentando las entrañas. Se sirvió tres más, apurando su contenido uno tras otro, antes de aventarse a la cama y quedarse profundamente dormido, nuevamente con el vaso en la mano.
Se despertó alrededor de la una de la tarde. Le dolía un poco la cabeza, pero era más el dolor en su pie y en su barriga. Tomo su pie en las manos y quito el papel deshecho y húmedo por su sangre. Aún sangraba un poco, así que volvió a poner papel y cinta. Se vistió con unos jeans, el cual olio antes, para asegurarse que no apestaran tanto, y una vieja camisa a cuadros, regalo de su hija, a quien no veía hacía más de tres años. La última vez que la vio, fue a la salida de la estación de bellas artes del metro, donde se ponía a vender sus libros. Casi no lo reconoció, ya que llevaba una prominente barba y unos lentes de sol que había encontrado tirados en la calle. Esa vez, su hija lo invitó a comer y le compró algo de ropa.
—Deberías de regresar a casa, papá.
—No puedo, mija. Le di a tu madre todo después de separarnos y me quedé sin un quinto. Además, ¿Quién quisiera cargar con un viejo como yo?
—Papá, bien sabes que mis hermanos y yo te apoyaríamos. Y mi mamá hace tiempo te perdonó. No se volvió a casar ni a juntar con nadie, papá. Nunca te dejo de querer, solo quería una disculpa tuya y que no la volvieras a engañar.
—No tengo trabajo, Brenda. Después de que me encontraran con esa muchacha en la universidad, nadie me contrataba, y lo sabes. Además, ¿para qué regresar? ¿Para qué revolver el pasado y volver a una vida que quizá ya no esté ahí y solo revivir una sombra de lo que hubiera sido? No tiene caso, mi niña. Están mejor sin mí. Yo sabré como me las arreglo.
Después de ese día, no volvió a esa estación en más de un año. No quería volver a encontrarla y que lo viera igual. No podía con esa culpa y con ese sentimiento de podredumbre que le invadía a diario. Era mejor así. Él sabía que sus hijos estarían bien. Les había dado educación, una buena casa, y él y su esposa los habían criado decentemente. No había por qué rebuscar algo que no existía.
Salió del cuarto con un paquete de libros bajo el brazo, una pequeña lona y algo de dinero. Caminó hasta donde diario se instalaba y acomodó los libros sobre la lona, esperando a que algún comprador se acercara para curiosear los títulos y quizá vender algo. Tenía el dinero justo para comprarse una torta y un refresco. Si no vendía nada, no lo gastaría, para poder comer mañana. Si vendía, aunque sea dos libros, se podría dar el lujo de incluso poder comprar una lata de atún y otra de verduras en conserva, para variar algo la dieta. Pero no vendió nada.
Regreso a la vecindad justo cuando el sol se había escondido en el horizonte. Entro al único baño compartido del lugar y bebió agua de la llave, hasta llenar la panza. Se limpió la cara y las manos, sudorosas y callosas por el roce diario del mecate con el que amarraba su manojo de tomos y entro a su cuarto.
Eran cerca de las nueve de la noche. Volvió a prender la vieja laptop, se sirvió una copa y dejo la botella a la mano. Prendió un cigarro y se dispuso a releer lo escrito en la madrugada. Borro una buena parte, edito el resto y bebió. Escribió unas cuantas páginas más, hasta que el cansancio le hizo recostarse en la cama. Se quitó los zapatos, los calcetines y se limpió la herida con un poco de licor, que para ese entonces ya había cicatrizado, dejando una línea de carne viva y un dolor sordo en la planta del pie. Recostó la cabeza en la almohada y metió su mano debajo de ella. Acaricio el frío metal de la pistola que tenía ahí. “Hoy no”, pensó. “Hoy no”.
Sacó una tarjeta arrugada de ahí mismo. “Lic. Brenda Esparza, Ingeniera Ambiental”, se leía. Y al reverso, un número de teléfono y una frase escrita a mano. La leyó varias veces, antes de quedarse dormido.
Se levantó nuevamente en la madrugada. 4:41 se leía en el reloj. En su mano aún tenía la tarjeta. La volvió a colocar en su lugar y se sirvió un par de tragos. Se volvió a acostar y durmió hasta que las moscas alborotadas por el calor lo despertaron de tanto que se posaban en su cara. Se sentó en el borde de la cama y volvió a sacar la tarjeta. Releyó la frase que se sabía de memoria desde hacía mucho tiempo. “Búscame, papá.”.
Salió del cuarto y se encaminó al teléfono de monedas de la esquina. Marcó el número que le había dejado su hija. Timbró dos veces y colgó de golpe. ¿Qué le iba a decir? Recogió las monedas del depósito y volvió a marcar el número. Y nuevamente, colgó de golpe.
Regresó a su habitación. Quizá un poco de valor líquido le ayudaría a por fin esperar a que contestaran del otro lado de la línea. Quién sabe, quizá y hasta el número ya no fuera de ella. No lo sabía. Pero necesitaba tomar valor por si Brenda respondía.
Tomo unos cuantos tragos y salió de nuevo, pero regreso al momento. Guardo la tarjeta debajo de la almohada y sacó la pistola.
La observo largamente. Vio sus líneas y su cacha de madera gastada y sucia. Era un revolver viejo, que una vez le compró por trescientos pesos al hampón de la colonia. Tenía seis balas, las mismas que traía desde esa vez. No lo había disparado nunca, ni siquiera sabía si servía. Pero ahí estaba, frío y dispuesto a hacer su trabajo, cuando por fin decidiera usarlo consigo mismo. Pero la oportunidad de volver a ver a su familia se lo impedía. Eso era lo único que lo había mantenido con vida. Cuando pudiera salir de ese hoyo podrido en el que se encontraba, marcaría el número y no esa vez no colgaría de golpe. Hablaría con su niña y se quedarían de ver en algún lugar, quizá incluso vería a Juan y a Alfredo. Y, ¿por qué no?, ver a su exesposa. Quien sabe. Incluso podría regresar un poco a cómo eran las cosas. Volver a verlos seguido, a convivir con sus nietos, que seguramente ya tenía. Llevarlos un día al parque, para alimentar con pan a los patos. A desayunar los domingos en casa de cada uno y juntarse para alguna cena de navidad o año nuevo. A celebrar los cumpleaños y llegar con un pastel de tres leches. A volver a ser padre, abuelo y apoyo para los suyos.
Pero no ese día. Aún no. No podía ofrecer nada y no quería ser una carga para ellos. De nada servía hablar con ella, si no tenía nada que darle.
Levantó la almohada y acomodo la pistola junto a la tarjeta. Sus dos salidas, sus dos oportunidades, juntas una a lado de la otra. La calidez del papel y el frío del metal. Todo o nada. Y mientras él, en medio de ambas, sin poder decidirse por una u otra. El eterno dilema de elegir, izquierda o derecha, negro o blanco, bueno o malo.
Acomodo la almohada, se sirvió una copa y se sentó frente a la computadora. Prendió un cigarro y escribió unas páginas más de la novela que tenía años escribiendo, reescribiendo y borrando. Se tomó el trago, que bajo denso y caliente por su garganta. Se sirvió otro, mientras sus dedos, ágiles y precisos, escribían sin cesar. Algún día publicarían su novela, saldría de la miseria en la que se encontraba con el dinero de las regalías y buscaría a su familia. O se pegaría un tiro, todo depende de cómo le fuera.
Pero esa noche no. Aún no.