Al momento de cruzar la puerta, esa vieja campanilla sonó, avisando mi llegada. La mujer detrás del recibidor volteo cansada a verme, muteo la vieja televisión que estaba colgada en la pared y me vio con ojos inexpresivos.
—¿Habitación para una sola persona?
—Sí.
Se dio media vuelta y tomó una de las llaves que colgaban de un viejo aparador, gastado por tantos años del metal rozando la madera. Titubeo un segundo y las dejo de nuevo donde estaban.
—¿Piensa hacer alguna tontería? —dijo, sin voltear a verme.
—No, no lo creo —le respondí.
Tomó la llave marcada con el número seis. No pude evitar fijarme que no era la que originalmente había tomado. Se volteó de nuevo hacia mí y estirando la mano que tenía vacía, hizo un ademán para que le pagara.
—Son 250 pesos, la habitación se entrega a más tardar las once de la mañana.
—Está bien, solo me quedaré una noche —le respondí, mientras sacaba de mi cartera tres billetes de cien y se los entregaba.
—Eso dicen todos.
— ¿A, sí? ¿Por qué lo dice?
—Porque todos vienen a morir aquí.
Salió del recibidor y se encaminó haca el pasillo, tenuemente iluminado por las luces que tintineaban arrítmicamente. Caminamos en silencio, yo detrás de ella, hasta el final del pasillo, donde la puerta con un número seis escrito en una hoja de papel amenazaba con desprenderse de la única cinta que lo le sujetaba. Abrió la puerta y se paró a un lado, dejándome pasar.
—Si necesita cualquier cosa, marque uno en el teléfono y vendré. No sirve la bocina del teléfono, así que no es necesario que hable o grite, no lo voy a escuchar. Que descanse.
—Gracias. Disculpe, ¿hay alguien más hospedado aquí esta noche?
—Solo una prostituta que tiene arrendado el cuarto todo el mes, pero ella no llega hasta las tres o cuatro de la madrugada, depende de como le vaya. Y un disque escritor, que lo único que hace es emborracharse todos los días y escribir pura basura. Dice que va a volver a escribir una novela ganadora de premios, pero lleva los últimos diez años pudriéndose en este lugar olvidado de Dios.
Entre a la habitación, y busqué el interruptor de la luz. Lo encontré a tientas en la pared de la derecha y dos lucecitas a un lado de la cama se prendieron. Era una habitación pequeña, sin radio o televisor. Solo un pequeño escritorio frente a la ventana, una silla de madera y la cama. Ni siquiera había un baño.
Me senté en el borde la cama y prendí un cigarro. Me quedé un momento viendo la puerta, la cual se veía que tenía lo que parecían unos arañazos sobre ella. Volteé a todos lados buscando un cenicero, pero no había. Descolgué el teléfono que estaba en el buró y marque el número uno. Espere unos minutos a que tocaran la puerta, pero no vino nadie. Colgué el teléfono y volví a marcar. Nada. Me levanté y me dirigí a la recepción. La vieja estaba viendo las noticias de la noche, ensimismada con el accidente de tráfico que se mostraba en pantalla.
—Le marqué hace rato. ¿Tendrá un cenicero que me preste? —la interrumpí.
—Sí, claro. También hay una máquina expendedora afuera, por si quiere algo de comer. Solo hay papitas y pan dulce, pero engañan el hambre. Y si quiere algo más fuerte, tengo unas botellas y un vaso limpio, por si se le antoja.
El recibidor era una pequeña sala con tres sillones love seat, gastados en los reposabrazos y un poco rotos en los asientos. Una mesita de centro y el tapete más sucio que había visto en mi vida, cerraban el conjunto. La televisión estaba colgada en la esquina del pequeño espacio y debajo de ella, una pequeña mesa ratonera con un teléfono.
—¿Qué tipo de botellas tiene? —pregunté, mientras me sentaba en el asiento debajo de la ventana, frente al pasillo.
—Whisky, vodka, tequila y si quiere algo más fuerte, una mezcla de hierbas aromáticas y especias con aguardiente. Especialidad de la casa.
—Whisky está bien. Con dos hielos y un poco de agua mineral, si tiene.
La mujer sacó de debajo de ella una botella de William Lawson, dos vasos, una botellita de agua mineral y un cenicero. Los llevo a donde estaba sentado y se sentó frente a mí.
—No es bueno tomar solo, a menos que así lo quiera. Y no tengo hielos —dijo, mientras servía dos vasos.
—Gracias.
Tomé el vaso y lo calenté un poco entre mis manos. Dejé el cigarro y le di el primer trago. El líquido quemó mi garganta, haciendo que tosiera un poco. El siguiente trago bajo más suave, y ya para el tercero, pude terminar mi copa.
—Tenía sed, hombre. Me alegra beber con alguien que no le tiene miedo a la bebida.
—Tengo años de experiencia.
—Lo entiendo, lo único que he hecho estos últimos treinta años es tomar y ver las noticias. Lo más lejos que he ido es a la ciudad por comida, pero nunca dejo este maldito chiquero. Compre este motel con mi esposo, llena de ilusiones. Pero a los dos años se fue con una clienta y me dejo aquí. Y ahora solo veo como me pudro junto con los muebles, las miles de historias de los que llegan y las botellas que se acaban cada noche.
La vieja guardó silencio. Yo la veía de reojo, mientras me servía otra copa. Tendría unos 50 años, aunque parecía más grande. Era gorda y llena de arrugas. Su mirada se mostraba endurecida detrás de unos grandes anteojos, cansada y con un dejo de decepción. Era una mirada que había visto mucho, a pesar de nunca dejar el lugar.
Le rellené su vaso, más por cortesía que por otra cosa. De un trago me tomé el mío y me serví otro. En la televisión las noticias se habían acabado y empezaba un teleanuncio. Afuera, el viento arreciaba, golpeando con su furia las copas de los árboles.
—Hace rato me dijo que todos venían a morir aquí, ¿es cierto?
—Sí. Literal y en sentido figurado. Hubo un año en él se suicidaron más de 50 personas, dos en una misma semana. Fue un buen año, la muerte atrae turistas y los turistas dejan dinero.
—Y, ¿por qué en sentido figurado?
—Porque también están los que quieren morir, pero no tienen los huevos de jalar el gatillo ellos mismos. Se matan con vicios, alcohol, drogas, soledad. Pasan las semanas o los meses y se van, para que tiempo después me entere en las noticias que los encontraron muertos sobre la carretera, sobredosis o tirados en cualquier terreno baldío. Nunca olvido un rostro, ¿sabe?. Los reconozco en la televisión y me acuerdo cuando estaban aquí, pudriéndose conmigo.
Sus palabras me hicieron reflexionar sobre mí mismo. Yo había ido ahí porque había decido terminar con todo. Estaba hastiado. Mi exmujer me había mandado los papeles de divorcio por correo, se había llevado a mis hijos y se había vuelto a casar. Mis hijos le decían papá a otra persona y todo por lo que trabajé se lo llevo la mujer que alguna vez amé. No tenía nada ni nadie y la muerte era el único escape al cual le encontraba un poco de cordura.
—¿Usted viene a eso, verdad? —me preguntó.
La miré sobresaltado. ¿Cómo podría saber a qué iba?
—¿Por qué lo dice?
—Vamos, no soy estúpida. Vi el arma debajo de su playera, en el cinturón. Conozco la mirada de los que ya no quieren seguir. Además, siempre se requiere algo de valor líquido antes de llevarlo a cabo —respondió, mientras con su dedo apuntaba al vaso que acaba de apurar.
—¿Tendría algo de malo? Digo, usted ha visto mucho.
—No, no tiene nada de malo. Lo único que me preocupa es que me cierren dos o tres días, mientras los federales hacen su investigación y que las manchas de sangre son difíciles de quitar. A mi edad ya no se tiene la misma fuerza en las manos. Y agacharme a fregar el piso hace que me duelan las rodillas una semana. Pero cada quien es libre de matarse cuando quiera. Bajo sus condiciones. La vida es muy mierda, como para todavía darle la oportunidad de decidir nuestra propia muerte. Eso es lo que digo.
Tenía razón. La vida se ensañaba con los olvidados, los soñadores y los que buscaban respuestas. Los únicos momentos felices que recordaba eran a lado de mi esposa, justo después de casarnos, con toda la esperanza de durar juntos para toda la vida. Pero no, se había terminado y eso era algo que yo no podía prever.
—Mi exesposa era una mujer muy bella — comencé a decir —Nos casamos hace quince años y fue para mí todo. Me desviví por ella, trabajaba dobles turnos y fines de semana, para que nada le faltara. Luego nació nuestro primer hijo y fui aún más feliz. Después tuvimos otro y un tercero. Me sentía el hombre más dichoso del mundo, pero mi trabajo y las deudas me exigían cada vez más, así que mi mujer empezó a ver la cama medio vacía, por lo que comenzó a llenarla con otros hombres.
—La historia de siempre. Siempre son ellas las malvadas, las que engañan, las que dejan. Pero nunca cuentan la otra parte. Lo que hicieron ustedes, lo que dejaron en el camino, lo que olvidaron. ¿Le sirvo otra?
—Sí, gracias.
Tenía razón. Había olvidado mucho en el camino. Había olvidado decirle que la amaba, que era lo más importante para mí. Había olvidado a mis hijos, sus presentaciones en la escuela, los viajes, los paseos. Solo me había dedicado a darles dinero, pensando que eso era suficiente.
—Para todo, los excesos son malos. Incluso las plantas se mueren de tanta agua que se les da. Uno piensa que nunca es suficiente, pero la verdad es que se olvida de lo más importante —sentencio.
—Tiene razón, fui un culero con ella. Nunca le pegue, pero olvide decirle que la amaba. No le grité, pero me enojaba por cualquier tontería. No la engañe, pero la deje marchitar.
Tome mi vaso y esta vez deje que el líquido ámbar bajara despacio. Me culpé y recriminé una vez más. Solo yo era el causante de mi miseria y eso era algo que no podía cambiar. Ahora, mi mujer estaba en los brazos de otro, mientras yo tomaba en un motel de mala muerte, con una anciana que no conocía y con el ruido de un televisor del que ahora sonaba el himno nacional.
—Bueno, cada uno tiene lo que le corresponde. No le pegó, engañó, o lo que sea, pero olvido lo más importante…
La campanilla de la puerta la interrumpió. Entro una muchacha de veintiséis, veintisiete años, como máximo. Se nos quedó viendo y se dejó caer en el sillón que estaba a un lado de mí. Tomo mi vaso y se sirvió una copa. La bebió de un golpe.
—Pinche día de mierda. Solo un cliente. Después llegaron los perros de la policía y nos tuvimos que ir.
—Ye te he dicho que dejes esa vida, que no te deja nada bueno, Silvia. Un día vas a desaparecer, o peor aún, aparecer en otra ciudad, vendida para un cabrón, que lo único que te va a dar son unas madrizas todos los días —le dijo la vieja.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Qué me ponga a limpiar casas, que me vaya a la ciudad a buscar trabajo en una tienda? No, yo no nací para eso. Me cogen desde los once años, y me seguirán cogiendo hasta que me muera. Por lo menos en este trabajo gano lo que quiero y si quiero voy o no.
Volteo a verme por primera vez a la cara. Me escudriño, como si quisiera entender mi alma.
—Se ve que necesitas una buena mamada. Tú dirás, 150, y te dejo terminar en mis tetas. 250 y te dejo que me la metas. 500 y seré tuya toda la noche.
—No, gracias. Ahorita lo menos que necesito es eso.
—¿Por qué? ¿Acaso no te gusto? —dijo, mientras se levantaba las tetas con ambas manos y se las masajeaba como si fueran un par de bolas de masa.
—No, no es eso. Solo no estoy de humor.
—Bueno, tú te lo pierdes. Pero cuando vayas a tocar la puerta de mi cuarto, te voy a cobrar más caro.
Silvia se quedó sentada en el sillón, mientras encendía un cigarro y jalaba el cenicero hacia ella. La vieja se sirvió otra copa y yo hice lo mismo, viendo la extraña mezcla de personas que estaban en ese lugar bebiendo. Me pregunté cuantas veces la señora había visto ese cuadro. Con cuantos viajeros había bebido, cuantas veces había escuchado a Silvia ofrecer sus servicios sexuales, cuantas veces había sacado una botella para verla morir en el lapso de un par de horas. Era una situación surreal, y, sin embargo, tan cotidiana y común. Tres personas olvidadas, con su propia dosis de desdicha, bebiendo. No importaba el género o la edad. Eran tres almas que clamaban por un poco de paz, y, porque no, también algo de olvido.
Hablamos de cosas sin importancia mientras nos acabábamos la botella. Yo compartía mi vaso con la prostituta, la señora se encargaba de llenar los vasos cuando estaban vacíos. No era lo ideal, pero la compañía le hacía bien a todos. Bebíamos en silencio, nadie tenía intenciones de irse a la soledad de su habitación.
Silvia se había acostado en el sillón. La vieja me veía con ojos aguardentosos, pero sin dejarse caer aún. A mí, la cabeza me daba un poco de vueltas.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Aún te piensas pegar un tiro?
—No lo sé. Así como estoy, no creo que pueda apuntar bien, es más fácil que me vuele la nariz y quedar como un idiota —me reí.
—Y si haces eso, solo vas a ensuciar a lo pendejo.
La vieja sirvió los últimos vasos y los bebimos despacio. Me levanté, pregunté cuanto le debía y me respondió que nada, que iba por la casa. Le di las gracias y me fui a mi cuarto.
Me acosté y saqué el arma. La vi un momento, en la penumbra de la habitación. Sentí el frío tacto del acero. Recorrí sus formas y la dejé sobre la almohada, a mi lado. Y justo antes de quedarme dormido, el teléfono sonó.
—Sí, ¿qué pasó? —respondí, somnoliento.
—No nada. — era la dueña —Solo quería ver si seguía vivo.
—Sí, aún sigo aquí. ¿Pero no había dicho que no servía el teléfono?
—Le mentí, quería que viniera para acá. Pensé que la bebida nos serviría a ambos. Y funciono —respondió, mientras de fondo se escuchaban los ronquidos de la muchacha.
Colgué el teléfono. Aún quería terminar con todo, pero no estaba en condiciones. Mi sueño era más fuerte que mi deseo de jalar el gatillo. Me quedé dormido, mientras afuera, el viento seguía arreciando, golpeando los árboles, amenazando con arrancarlos de su sitio.