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Crónica de un instante




Él la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí. Puso una mano sobre la de ella y con la otra la rodeo. Lentamente comenzaron a bailar "Una Palabra" de Carlos Varela. Con pasos suaves, se deslizaron sobre aquella losa que tantas veces los había visto pasar. Él quiso decir algo. No pudo. Ella no lo miraba a los ojos. Solo lloraba sobre su hombro.

El tiempo transcurría lento, al ritmo de la canción. Daban círculos pausados, aferrados uno al otro. Esa cintura que él conocía a la perfección, ahora se le hacía cada vez más lejana. Ese pecho en el que tantas veces ella había dormido, estaba frío. Ya no encontraba nada en él. Solo quedaba el recuerdo y las promesas no cumplidas en el aire, las metas compartidas olvidadas bajo el sillón, los te amo que no se dijeron quemando la garganta.

—Éramos geniales —le dijo.

Él solo asintió con la cabeza.

Por su mente pasaron tantas cosas. Intentaba descifrar un porqué. Hubiera hecho, hubiera dicho, hubiera visto. No entendía que ya nada tenía sentido. Se le escapaba la verdad, de la misma manera en que una estrella se oculta tras una nube, para nunca más volver. La tenía, había sido suya y al terminar ese baile, la dejaría ir. Ya había pasado el tiempo de los reproches, de las súplicas, de las excusas, de las ofensas. Ahora solo tenían ese momento, enmarcado en una coreografía, una balada y el silencio de sus corazones.

No había marcha atrás. Los segundos se apilaban unos sobre otros, comiéndose cada acorde que salía de ese par de viejas bocinas. Poco a poco agonizaba, y mientras él intentaba estirarlo lo más que podía, ella solo se dejaba llevar, moviendo la cadera. Y al terminar la canción, al fin se miraron a los ojos.

—Deberás que éramos geniales —repitió.
—Si, lo fuimos —al fin respondió él.

Y en esta declaración se encerró toda la verdad, toda una vida. Eran las últimas palabras sinceras, cargadas de dolor e ilusión, que nunca jamás se habían dicho. Era un testimonio al pie de la tumba, el último rastro de un sentimiento que floreció en verano y murió en invierno, el canto del cisne. Y la besó. Abrazando esa cintura que tan bien conocía, sintiendo como la resistencia inicial se desvanecía, al mismo tiempo que ella le rodeaba el cuello con las manos, dejándose envolver, cediendo por fin ante lo que fue. Y por un instante volvieron a ser geniales, volvieron a ser uno solo, unidos contra todo, contra todos. Se besaron como antaño, como la primera vez, cuando aún se amaban, como cuando con una mirada cómplice se descubrían todos los secretos, cuando no conocían el miedo. Y así como llegó, fugaz e impredecible, terminó.

—Nos debíamos un último baile. Un último beso —se justificó él.

Y ahora fue ella, que aún tenía los brazos rodeando su cuello, quien solo asintió con la cabeza.

Pasión, cólera, olvido




Aún recuerdo aquella vez, cuando en ese viejo bar donde el jazz sonaba detrás de un par de cervezas obscuras, bese tu mano y me robaste el aire con tus ojos. Tu cara nerviosa se perdía entre risas y pequeños tragos, mientras yo fingía seguridad, leyendo tu palma y mintiéndote con que esa noche conocerías el significado del amor.

Bebimos hasta que los sentimientos fueron más fuertes que la conciencia, dejándonos llevar por risas y coqueteos, dos locos reencontrándose, ya nos conocíamos de toda la vida. Sutilmente, me pasaste una servilleta, en donde escribiste tres palabras que fungieron como un resorte en mi espina, pagando la cuenta y arrastrándonos al maltrecho Shadow '92 que conducía.

"Sácame de aquí", te llevé a mi departamento. Ese en donde solo tenía una vieja cama, un bajo eléctrico recargado en la pared y el atrapasueños dibujaba sombras bajo la luz del foco por toda la habitación. Nos besamos despacio, sin prisas. No teníamos nada en contra. La sabana transparente cubría la única ventana, siendo aquella farola la única testigo cuando el colchón acarició tu espalda desnuda.

Recuerdo como tu piel se estremeció en mis brazos, las caricias no eran problema. Lentamente, te mostraste ante mí, deseosa de firmar aquella noche de marzo en fuego y semen. Dibujé con mis dedos el borde de tus senos y mis yemas se aprendieron cada arruga de tus pezones. Tus caderas se contoneaban sobre mi pelvis y tus pequeñas uñas se clavaron sobre mi pecho. Tu miel inundó mi sexo al momento del éxtasis y, mientras gritaba que te amaba, gemiste mi nombre sobre mi oído. Al terminar, cansada, te diste la vuelta y bese tu espalda. Y supe en ese momento que ya te había perdido.

A la mañana siguiente te habías marchado. El aroma de tu perfume sobre la almohada, tus bragas rojas a un lado de mi pantalón; esas eran las únicas pruebas de que no me había vuelto loco, imaginando la fusión de nuestros cuerpos la noche anterior.

Salí a la calle presa de mí mismo, te busqué entre avenidas repletas de autos, detrás de cientos de árboles, en tiendas de abarrotes y bares. A cada segundo que pasaba, sabía que se alejaba un poco más la suerte de poder encontrarte. Dentro de mí crecía la certeza de que todo lo que hiciera era en vano, pero no podía darme por vencido. Sabía que no era que no pudiera dar contigo, solo no querías que te encontrara. Hasta que por fin, cuando la noche tocó el suelo, regresé derrotado al frío de mi habitación.

Abrace esas bragas que la noche anterior te había arrancado y lloré. Maldije el segundo en qué te había conocido, maldije esos labios, esos ojos cafés, esos en dónde por un momento había visto el cielo. Maldije tu cuerpo donde había olvidado mi existencia, pero, aun así, lo que más rabia me daba, era el hecho de que mi enojo no era contra ti.

Me odié por haberme permitido amarte de esa manera. Por haberme quemado tocando el sol con tus caricias, por no entender en qué momento cambié mi soledad por un poco de tu amor. Y así pagaba las consecuencias.

Aún recuerdo como tu ausencia se llenó de botellas vacías y sonrisas pagadas. Como pase de ser yo, a perderme entre los despojos que buscaban entre la basura unos brazos que no tenían la culpa de mi miseria. Y poco a poco olvidé el brillo de tu cabello y el sentir de tu piel en mis manos. Poco a poco esa tela roja se fue escondiendo cada vez más atrás en el cajón, perdiendo color y llenándose de polvo. Olvidé el tamaño de tus pies y las yemas de mis dedos conocieron nuevas arrugas. Tu rostro se desvaneció y perdió sus rasgos en mi memoria, hasta que finalmente, un día odié haberte olvidado.

El único problema es que, a veces, aún recuerdo aquella lejana noche de marzo, cuando fuiste mía y al día siguiente me habías abandonado.